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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
24 4 2002
"Las Américas barrocas" por Edouard Glissant
Los paisajes americanos son paisajes de apertura, de arrebato y de grandes vientos. Los barrancos más minúsculos y los cañones más inmensos se dan cita allí, al igual que las salinas más reducidas y los desiertos más resplandecientes. Los picos de las islas saludan a los Andes y a las Sierras. La hoja de siguina conversa allí con la secuoya inmemorial. Nosotros vivimos en esos países. Una gran parte de las civilizaciones de hoy viven en el mito y bajo la influencia apremiante de esa realidad lejana y terriblemente presente que se llama América. Otra dimensión de este continente emerge poco a poco y se dibuja para nosotros, la de las Américas. No sabemos, en realidad, dónde ni cuándo se détermina nuestro futuro (el mundo es imprevisible), pero un ensanchamiento de este tipo y la conciencia cada vez mayor que de él tenemos, confirman intuiciones, y la mayoría de las veces lugares comunes, en la percepción de una realidad como tal. Este continente, más que ninguna otra parte del mundo, ha sido, desde hace cuatro siglos, el lugar más vivaz y más extravagante en cuanto a una enorme experiencia, la de poner en contacto a casi todas las culturas conocidas, sus repulsiones mutuas y sus simbiosis nacientes. A estos encuentros se les ha dado nombres diferentes según el conocimiento que de ellos se iba teniendo: melting-pot, mestizajes, multiculturalismo, criollización. Ésta, la criollización, es un proceso de mestizaje imparable, cuyos resultados son imprevisibles. (El mundo es imprevisible, porque se criolliza). Un fenómeno tal no ha sido ni uniforme ni armonioso. Ha seguido los extremos del racismo y de la exterminación (la conquista, los genocidios, el esclavismo, los explotadores de tipo colonial o social). Todavía no se ha completado, por ejemplo en los Estados Unidos, donde las "etnias" y las culturas coexisten (es lo que se denomina multiculturalismo), sin una real interpenetración. En otras partes del continente, el Caribe, Brasil, a pesar de los prejuicios persistentes acerca del color y la raza, la criollización avanza. En el mapa de las identidades del mundo, en el que las masacres tribales, las purificaciones étnicas y las intolerancias religiosas multiplican las capas rojas, el Caribe (Lam, Cárdenas, Camacho) es una zona azul. Pero también es debido a que las extensiones de las Américas Latinas velan por nosotros. De esta manera, cada vez que vuelvo a empezar ese viaje, parto una y otra vez de un trozo de tierra de Martinica, denominado curiosamente Morne de Perú (l), en el que encuentro un modelo reducido de las ventilaciones estupefactas de los Andes. Emprendemos una y otra vez estos itinerarios, volvemos a hacer este viaje, pronunciamos las mismas palabras para atraer en nuestras paradas el favor de los dioses. La repetición es una de las formas modernas del conocimiento.

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Creemos en la palabra de los paisajes.

Bajando en coche hace unos veinte años la pista llena de curvas, estrecha, empinada y sin bordes, que lleva al complejo arquitectónico de Chavín (Chavín de Huantar) en Perú, me Ilamó la atención la noción de paisaje vertical. Los campos en espaldera del otro lado de ese vértigo abierto por la falla en la montaña se parecen en su detalle de hojas y frutas, e incluso en su aspecto general de lugar de trabajo y de agricultura, a los espacios que admiramos en los alrededores de Siena o de Florencia, pero el hecho es que aquí nos hallamos confrontados a un paisaje en pie, en el que el desvanecimiento en el infinito se halla enseguida limitado al tamaño de un pie de hombre, la única extensión cultivable a la vez, y en el que la perspectiva no encuentra, pues, motivo para correr. El llano domina. Chavín y su templo, escondido en esas alturas frías, expoliado ampliamente para el abastecimiento de piedras de construcción, minado por las inundaciones, obra maestra en peligro, son la matriz de las culturas preincaicas, la fuente supuesta donde se han revitalizado quizá los estilos primordiales del arte inca, algo que equivaldría a lo que pudo haber sido la cultura etrusca para el mundo romano: oscura y silenciosamente presente. Se me ocurre la idea de que en la diferencia de estructura entre estos dos paisajes, el andino y el toscano, reside una de las divisiones entre las artes occidentales y las de América Latina: la oposición entre un mundo del empuje hacia lo lejos y un universo de la representación "simultánea" que va para los amerindios de abajo hacia arriba, del presente al pasado más mítico, y que es solidario con la visión de una postura vertical de las cosas. Esta representación plana se halla generalizada en las artes de las Américas, e incluso allí donde, como en los alrededores de la pampa argentina, la verticalidad no es evidente. En la pintura europea, la perspectiva es a la vez un progreso técnico y espiritual. En el arte americano, lo plano es signo de una intuición existencial, y no habrá lugar de mejorarlo con el fin de representar mejor lo visible: es una poética de sí y del mundo. Y aquí hallamos a Chávez. "El salto mágico del guerrero inca, la lanza del hoplita griego, el ojo pacificado del agutí, los enmarañamientos de toros con caras de luna: ese mundo en el que ningún cuerpo cae, todos suspendidos, en equilibrio en una velocidad primordial, en un acoplamiento original". La búsqueda incansable de la misma tierra primordial, que llena el espacio con meticulosidad y precisión. Chávez es un pintor visionario, de una seguridad placentera. La propensión a culminar en la altitud (ese gusto por frecuentar los lugares en los que se concentra el rayo) propia de los mayas, aztecas y sobre todo de los incas, y que tanto ignora las fecundas astucias de la fuga de las líneas para entregarse al amontonamiento de las masas y de las formas, rectilíneas o redondeadas, ese enroscamiento de las geometrías y de los colores de base, herencia de las piedras grabadas de los templos y de las cerámicas consideradas precolombinas: todo eso lo encontramos tanto en el constructivismo del cono sur, en el muralismo mexicano, en Gamarra o Botero como en Matta o Segui, y se lamina o se exaspera en las estructuras cinéticas de Soto o de Cruz-Diez. Nada nos prohíbe pensar que tal inclinación a lo lleno y a lo plano sirve para las Américas del Norte, Pollock o Riopelle o Basquiat, arte de los grafitis o práctica popular de la pintada.

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Y luego resulta que la leyenda invade este espacio al que voy. ¿La leyenda? No, la Historia, escondida en lo más secreto de la vegetación, deportada en esas corrientes de ríos en los que mojamos nuestros pies, en los que Yemanjá se levanta, en los que el conquistador lava el barro de sus corazas corroídas por la pesada atmósfera tropical. Bajo la superficie incansable de hojas y ramas de Gamarra, algo se esconde. Vosotros creéis haberlo descubierto cuando habéis hecho salir a la anaconda o al felino real, mientras vigilábais la llegada de las carabelas a lo lejos. Pero buscad más allá, mirad bajo cada una de esas hojas, repetid el mismo gesto de invocación o de súplica. Denunciáis tal vez al tiempo, nuestros tiempos robados, harapientos, bombardeados con armas muy modernas. La obra de Gamarra es una memoria profética del pasado.

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De pronto, vuelvo de nuevo al Caribe. Desde lo alto de mi Montículo de Martinica, me había transportado a esos espacios barrocos de las Américas Latinas, pero también había visto el mar. La obra que emerge en primer lugar es la de Lam, y esto es lo que inspira al itinerante que yo soy. "Nuestras palabras archipiélagos se extienden por el mundo como marejadas que se enlazan sin destruirse. Uno necesita del otro y ninguno sabría prevalecer uniformemente. Navegamos en nuestras barcas abiertas, de isla en isla, y esos oleajes nos hablan, como también un viento compartido. Desconfiamos de los continentes densos, magníficos y mortales. Sus tierras universales han perdido el gusto espinoso de los montículos y las crestas, de los barrancos y las ensenadas escondidas donde vive toda una marisma. La sal de sus evidencias es una harina incapaz de profecía, que tú no sabrías dibujar sobre la terraza en la que descansas. El universal fornido, recio, que se impone de golpe, eso es lo que rechazamos. El Todo-Mundo nos inspira estos vagabundeos en los que persistimos, estas partidas que no nos separan de nuestro verdadero Lugar. Nuestras palabras archipiélagos son una gran comida de cosas bien buenas que creamos nosotros mismos, y que nosotros distribuimos a otros oleajes que nos llegan. Oleaje de aquí, para acoger mejor el oleaje de allá. Entonces la palabra se convierte en un viento de mar que siembra sus tierras no impuestas, como un mangle benevolente." ¿Puede una obra artística inspirar reflexiones tan generales? Sin duda, en mi caso la de Lam. Ejerce una síntesis irreducible de todas las posturas de las civilizaciones, dioses y demonios, humillados y ofendidos. Se abre hacia todo lo posible. Y además, qué puedo hacer, yo lo veo así. Soy en este momento el viajero que salta de roca en roca en el río, en el que pronto encuentra otro bosque sagrado. Vagabundeo entonces por ese bosque susurrante, en el que los altos árboles y las flores gigantes son los signos de un nuevo día. Allí hago guardia con Cárdenas. Las materias se enlazan misteriosamente, y por ejemplo no hemos admirado lo suficiente cómo la madera quemada, esa sangre negra del Africa, y el mármol, la carne blanca o rosada de los Mediterráneos, se relacionan en este artista. Al igual que la fractura y el redondeado, la base y la elevación, en definitiva la sencillez del misterio. La opinión tardará tal vez algún tiempo en convencerse de que ahí se halla uno de los más grandes escultores contemporáneos, cuyo genio e ingenuidad proceden de una muy astuta ciencia del mundo. En ese camino de mis vagabundeos, Camacho me intriga. Lo encuentro en pleno campo, ni selva ni estepa, sobre el ala de un pájaro demasiado enigmático. No pretendo que él me imponga un jeroglífico que debo resolver, pero la fijeza densa y estructurada de sus materias, de excrecencias imprevisibles, la tonalidad rigurosamente sostenida de su universo me inclinan a pensar (a sentir) que nos hallamos ante la obra más barroca y más esencial que existe, lo que podría ser contradictorio en los términos (el barroco desconfía de la "esencia") si no supiéramos que el pintor inventa en cada momento su propio clasicismo. Si Camacho se sitúa de esa manera en los límites de la ciudad, que él intenta evitar, otros artistas entran en ella de lleno. Tienen como característica el amor por el dibujo, que permite sorprender los rincones de las calles, y una inclinación imperceptible por el arte muralista, en todos los casos una vocación urbana indudable, puesto que la Ciudad es uno de los paisajes más atormentados del mundo de las Américas. Cuevas dibuja como a fondo perdido, o como quien deja un mensaje bajo una marquesina, para el transeúnte o para el iniciado. Pacheco organiza sus ciudades con la precisión de un minutero de reloj. La tentación de los grandes muros cede poco a poco al vértigo de los engranajes. Kaminer exacerba el exceso de la ciudad, la desmesura del circo o del carnaval, como para una Pompeya futura.

Pero se trata de paisaje.

No he dejado mi Perú de origen, la altura de su paisaje me persigue, en ningún modo tanto por su poder para darnos vértigo como por su capacidad para crear su propia transparencia. Luego de repente retoma de nuevo su materia terrosa, que avanza como un estuario o como una bahía. De lo que se trata aquí es de Quilici. Por un momento creí que iría hasta los límites de esa transparencia que él había iniciado (hasta ese punto en el que todo movimiento se convierte en pura máquina, puro devenir, nave final), y tal vez lo haga, pero yo he visto resurgir, del fondo de sus arquitecturas translúcidas, la labranza de las tierras primordiales. Los grandes paisajes aparecidos por círculos concéntricos, como de una energía que estalla, habían suscitado sus pirámides, la marca de su humanidad de antaño, que habían engendrado entonces esas transparencias ebrias y esos diseños en el límite insoportable del infinito, pero finalmente la tierra había vuelto. En realidad, la creación del mundo empieza una y otra vez. Siempre se trata de eso. De ese momento en el que la pulsión impregna de nuevo la materia, en el que el espacio se convierte en el creador de sus volúmenes, en el que tierra y transparencia, la materia y su doble, lo oscuro y su claridad vertiginosa se mezclan. De esa altura se trata.

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¡luego, con Matta, la explosión!

Enero 2002

(1) Un Morne es una pequeña montaña, o una gran colina o montículo, generalmente con la cumbre arrasada. Los tres Mornes, el del Perú, el de Bezaudin y el Reculée, se yerguen, pues, como picachos cuyas laderas están ocupadas con cultivos en terrazas o espaldera.
acerca del autor
Varios

Edouard Glissant, poeta, filósofo y dramaturgo francés, nació en Martinica. Empezó a colaborar en París, en la revista "Les Lettres Nouvelles" dirigida por Maurice Nadeau. Obtuvo el premio Renaudot en 1958, con la novela "La Lézarde" en la que aborda el despertar de la juventud de Martinica. Como director del "Courrier de l'Unesco" de 1982 a 1988, le permitió desarrollar su reflexión en torno a los temas de la relación con el mundo y del mestizaje. Considera que el encuentro de los pueblos y de las culturas, es la condición de una nueva manera de ser en el mundo, de una identidad arraigada en un suelo pero no obstante enriquecida con las relaciones que se establecen entre las civilizaciones.