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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
1 9 2003
“La tentación de Occidente: ¿Don Juan o Fausto?” por Héctor Loaiza
Su autor es el escritor francés, versado en esoterismo, Frederick Tristan. La idea-fuerza del libro gira en torno al análisis esotérico y simbólico en los diferentes períodos de la iconografía cristiana en la representación del tema: «Las tentaciones de San Antonio». El autor se basa en los documentos escritos y pictóricos que describen la lucha espiritual de San Antonio el Grande (252-356 d. C.) contra las tentaciones de los súcubos —«demonios hembras que tientan a los hombres durante el sueño e intentan por todos los medios acoplarse con ellos»— o los «ataques aéreos», durante su retiro en el desierto de Egipto. ¿Por qué Frederick Tristan escogió las tentaciones como tema de reflexión? Es una metáfora en relación al estado actual de la civilización cristiana y occidental. Tristan constata que el élan místico del cristianismo primitivo se ha apagado en los últimos siglos, por los avances del racionalismo y del modernismo desde el siglo XVIII. ¿Quién fue San Antonio el Grande? La vida del ermitaño fue narrada por San Atanasio de Alejandría en un original griego que circulaba en el siglo IV y cuya traducción latina se conserva en el Codex Basilicanus y en la Vita Antonii. Son cuatro los personajes de la Vita Antonii: Dios, el hombre, el diablo y el desierto —como dominio de la abstracción es el lugar propicio a la revelación divina. Antonio es el tipo de monje caballero, guerrero cristiano, en la «guerra santa» que no solamente sostuvo contra el mundo, sino más que todo para permitir que Dios se libere en su propio ser. Fue el fundador de una vía ascética que tuvo innumerables adeptos hasta la Edad Media. El ermitaño partió en guerra espiritual contra el sueño, el hambre y el bienestar, para liberar su alma de la pesadez del cuerpo y su espíritu de los impulsos del alma. En su inquebrantable voluntad de vencer a las tinieblas individuales, permaneció encerrado durante veinte años en el sótano de un castillo en el que se consagró a liberarse de la realidad. A través de los muros del castillo, escenario predilecto de sus meditaciones, se oía el estrépito incesante, los gritos monstruosos y, por encima del horror, la voz del ermitaño entonando salmos. Y en el combate contra las «inteligencias»: «Todo sucede como si, en torno a Antonio, inmóvil y en plegaria, el diablo practicara una especie de danza de máscaras, ensayando todos los disfraces que su espíritu fértil propone al monje y que éste los rechaza». El lugar fue ocupado por espectros de leones, osos, leopardos, toros, serpientes, áspides, escorpiones y lobos, que son las imágenes de los vicios que pretenden rebajar al hombre a un rango bestial. Tristan recalca que siempre se encontrará ese tema en la iconografía antoniana, con la particularidad que en la emblemática alquímica, a toda significación negativa de un animal corresponde su función positiva. En una carta atribuída a San Antonio y destinada a los hermanos de su orden, el anacoreta afirma que los demonios «son entidades invisibles» y considera que «el hombre no solamente es el escenario del combate entre el bien y el mal, sino que es el agente del uno o del otro, a través de sus actos». No es contra la mujer que el asceta combate en su retiro, sino contra el «espíritu de fornicación», lo que se llamaría en nuestra época, contra un «fantasma». Las tentaciones satánicas pertenecen al dominio carnal y al mundo, mientras que las luciferianas están identificadas a otros mundos: « ...En esos dominios en los que el más puro intelectualismo reina como maestro absoluto, todo se mueve y repercute en innombrables reflejos, en los que el espíritu se pierde y se complace en búsquedas más y más impecables, más y más glaciales. En esos laberintos de la inteligencia no hay alma». En la «gran peste negra» de 1437, un tercio —y en ciertas regiones la mitad— de la población europea fue diezmada. Como el ermitaño era considerado liberador de la peste «diabólica», se vió una profusión de imágenes de San Antonio: « ...Frente a este fenómeno terrifiante, se comprende por qué el Tau (última letra griega, insignia y cruz egipcia) del fin de los tiempos, asimilado por otra parte a la cruz del Salvador, se haya vuelto a encontrar tanto en los amuletos populares como en las obras de arte...» Dicho símbolo está presente en el tablero del altar de Giovanni Sasseta, en «La Tentación» de Lisboa, del Bosco y en la del Prado. El Tau era considerado como la esperanza de salvación frente a los maleficíos del diablo. La influencia del carnaval y sus orgías se hacen evidentes en las «tentaciones» de Antonio, las visiones son cada vez más hormigueantes y alucinadas. La referencia a lo deforme, a lo grotesco, lo monstruoso, representa una crítica de la alteración de los sentidos y también una condena de lo dionisíaco asimilado al paganismo: « ...el cristianismo para luchar más eficazmente contra las creencias establecidas (paganismo, politeísmo) los desvía de sus propios cauces para pintarlas bajo los trazos demoníacos...» Los cascos de las divinidades agrestes se transformarán en los pies hendidos de Satán, los cuernos y colas de los faunos adornarán la frente y los traseros de los diablos. Hasta la lechuza de Minerva, símbolo de la sabiduría, se convertirá en el atributo de las brujas. Los estanques consagrados a algunos genios de las aguas se cambiarán en charcos del diablo. La noche —durante mucho tiempo considerada como símbolo de tranquilidad y meditación— se convertirá en el ámbito del miedo y en teatro de conflictos. Se la retira a los dioses para encerrar en ella al diablo. Los motivos religiosos y apocalípticos de la pintura flamenca del siglo XV se explica —según Frédérick Tristan— por la incesante prédica del fin de los tiempos por parte de una mayoría del clero. En los ermitaños pintados por el Bosco, hay dos planos de realidad distintos: la realidad ascética que conduce a la visión divina, mientras la mundana lleva a la disipación y al oscurecimiento. Se puede decir —esperando no herir con esta afirmación la susceptibilidad del autor— que Frederick Tristan es un fundamentalista, al considerar que frente al derrumbamiento de los valores, no hay más que dos salidas para el hombre occidental, que ha caído en la trampa del modernismo: «... La avidez de don Juan, el engañador, que terminará por desafíar al mismo Dios, en una especie de ascesis al revés; o el desafío de Fausto, al penetrar en el dominio de los conocimientos vedados, los que Lucífer-Mefistófeles le propone. En ambos casos, la marca del arcángel orgulloso se manifiesta por la acumulación de cosas y el poco amor a los seres...» El autor considera que el hombre occidental al asumir el rol de Fausto, acrecienta su curiosidad por el secreto de los mundos, las articulaciones y las estructuras ocultas. En el curso de los últimos siglos renunció a su conocimiento de lo divino para dedicarse al saber curioso que el diablo le ofrece como representación de la grandeza humana y fundamento de su libertad. « ...Finalmente Antonio ha optado por un Occidente cientificista y mecanista, que pronto dará el salto industrial, por el que a través Fausto y don Juan, asume su imagen patética». En «La Tentación» de Salvador Dalí, el anacoreta se defiende de los tormentos de las «inteligencias» demoníacas, levantando un crucifijo y apoyándose sobre una piedra. « ...Esta piedra y esta cruz —ha escrito Tristan—, erguidos contra los fantasmas, reducen al hombre a lo esencial (...), aumentan, frente a los elefantes engañadores del Tener, la única realidad que es la de Ser, sinónimo de libertad, identidad en la unidad». Frédérick Tristan hace esta pregunta que es una clave para comprender el encaminamiento de su reflexión: «¿La tentación de Occidente no es acaso la del hombre víctima del hombre, persuadido que Dios no es más que un fantasma de lo humano?».
acerca del autor
Héctor

Frédérick Tristan, Sedan (Francia), 1931. En su narrativa se amalgaman el novelista y el metafísico. Ha escrito ensayos y muchas novelas, entre las cuales “Los extraviados” que mereció el Premio Goncourt en 1984, traducido al español y a otros idiomas. Entre sus últimas novelas se encuentran “Dieu, l’univers et Madame Berthe” (2002), “L’aube du dernier jour” (1999), “L”énigme du Vatican” (1995). Fue también director de la revista esotérica “Cahiers de l’hermétisme” publicada por la Editorial Albin Michel y director literario en la Editorial Balland de París.