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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
8 12 2003
Sobre el artista Mario Gurfein: “Como en los sueños…” por Héctor Bianciotti
Paul Valery decía que uno debía siempre excusarse por hablar de pintura, pero que hay grandes razones para no callarse, ya que “todas las artes viven de palabras: quite a los cuadros la posibilidad de un discurso interior u otro, en seguida los más bellos lienzos del mundo pierden su significado y su finalidad.” Desde hace mucho, me he dicho que hay que mirar un cuadro hasta pasar del “ver” al “saber”. Ahora bien, ¿qué saber y basado en qué? ¿Sobre lo que el mismo pintor ignora y que expresa en su lienzo? En el prefacio de una de sus exposiciones parisinas, Gurfein observa que “la pintura, cuando está lograda, muestra de manera a hacer sentir —y no ver— lo que no está mostrado. El sentido se encuentra ahí, en lo que no está mostrado.” Confieso que no estoy nunca seguro de percibir lo que no está mostrado; percibo, antes, lo que la pintura ha despertado en mí —la pintura que propone una forma, un molde, obsesiones, recuerdos oscurecidos, toda clase de sentimientos mezclados, ambiguos. Aporto al cuadro lo que no está en él. También, el lienzo depende de mi mirada. Y, como el libro que leemos, la música que escuchamos, cambia para mí en la medida en que las experiencias han modificado mi sensibilidad. De golpe, delante de ciertos lienzos de Gurfein, tuve la impresión de oir el último testimonio de una memoria que se apaga y, al mismo tiempo, asistir, gracias a la diligencia del pintor, a la escampada de algún desastre unánime: en sus paisajes nada está en gestación; todo ya ha tenido lugar; sólo parecen subsistir las amenazas, los parpadeos de un incendio lejano, las huellas del último atardecer; el silencio reina en el mundo no queda ningún testigo, salvo la luna —la luna que observa y que, aquí o allá, deviene la cabeza de un decapitado, o se aleja de ahí, sonriente. Así, agazapada en un sillón, en un decorado prestado a los subsuelos del sueño, una forma humana parece aún meditar, reducida al pensamiento, a la aridez de la metafísica; ya no espera más a Godot; hay una puerta, puertas, a veces, y vuelven a la mente los versos de Borges: “Como en los sueños, detrás de las altas puertas no hay nada, Ni siquiera el vacío. Como en los sueños, Detrás del rostro que nos mira no hay nadie.” En la tierra devastada, un árbol sin follaje ni pájaros, como aclarado a partir de las ranuras; o el que, semejante a un ramo de rosas gigante, que es tal vez el último árbol del Paraíso. Recuerdo la primera vez que miré algunos de sus cuadros. Me acuerdo haber evocado al abate Lemaître, Georges Henri Lemaître, el astrofísico belga que fue el primero en considerar la expansión del universo, y algunas de sus palabras: “Parado sobre el último tizón más frío que los otros, asistimos a la última desaparición de los soles.” Me acuerdo, también, haber estado, en primer lugar, forjándome una historia, y haber, de repente, retornado a lo esencial, a la superficie: en la variedad de tonos acariciadores que enmascaran lo obscuro y lo sordo, toda una fuerza de tensiones matemáticas y sentir —como en todo auténtico artista— que el estilo del pintor es el fruto del trabajo y de la obsesión conjugados. Aquí, sin la menor falla, y sin ostentación, todas las partes de la composición están sometidas a la unidad del conjunto; es la composición —la cual podría no haber sido prevista completamente antes— que es el objetivo, el esqueleto de la obra, tan pronto como algunos toques se han hecho signos, que el ojo haya tomado conciencia del nacimiento de las formas, y que dibujo y colores comulguen. Hay una pintura en la cual el contorno predomina, evidente, donde el dibujo precede al color, y resulta de eso una composición… coloreada; y otra, que parte en busca de los contornos, donde éstos forman cuerpo con la “materia”, la cual aporta luz y color. En los cuadros de Gurfein, se diría que este azul, este amarillo son la capa extrema de un palimpsesto de colores y que es la misteriosa claridad que emana de eso que, en lugar del pintor, dibuja: ya no se siente el pincel. Hay en la pintura de Gurfein algo de terrible y de suave, de afectuoso; el miedo y la sombra, un apetito de luz tenue, y la nostalgia de la aurora, el único momento en que, en suma, parece razonable de pensar en la Creación. (Traducción del francés por Agapito Perales)
acerca del autor
Héctor

Héctor Bianciotti nació en Luque, Córdoba (Argentina) en 1930. Sus padres eran de origen italiano. Viajó a Europa en 1955 y reside en París desde 1961. Novelas escritas en español: “Los desiertos dorados”, “Ritual”, “Detrás del rostro que nos mira”, “La busca del jardín” y en francés: “Sin la misericordia de Dios”, “Sólo las lágrimas serán contadas”, “Lo que la noche cuenta al día” y el “Paso tan lento del amor”. Dos de sus novelas fueron premiadas en París con el Premio Médicis Extranjero en 1977 y un libro de cuentos “El amor no es amado” con el Premio del Mejor Libro extranjero en 1983. Fue crítico literario en el semanario “Le Nouvel Observateur” y lo es actualmente en Le Monde. Se naturalizó francés en 1981 y, desde 1996, es miembro de la Academia Francesa.