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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
1 4 2004
“Luis Alarcón, lo mágico y simbólico en la complejidad actual” por Joan Lluís Montané
Luis Alarcón es un artista que entiende lo mágico y simbólico como elementos ancestrales definidores de una cultura, la andina, con su mundo animista, con sus ritos y costumbres, que van más allá de lo racional. Su obra está dotada de elementos-icono, de símbolos que se esfuerzan en definir una apoteosis, un cambio radical que haga girar el mundo. Hay una necesidad de cambio en su composición, delimitada y hollada por los tambores de la fuerza de la cascada, del crepitar del fuego, de la limpia y clara faz de la nieve. Siempre claro está, a título alegórico, como queriendo mostrarse pero sin ser vistos. Son los espíritus que limpian el cosmos, que trabajan la tierra y siembran en los mares la concordia universal. Es el flotar de la energía de los que están ahí y de los que estamos aquí. Es como un baile de energías, en las que la superioridad de lo racional parece alejarse del timón de la nave principal. Hay un timón pero la energía va más allá del soporte para interesarse por la dimensión. De ahí que para Luis Alarcón todo sea superar lo aparente, que su mundo esté más allá, y que todos nos demos cuenta cuando los objetos cotidianos, las acciones que llevamos a cabo y nuestra actitud fundamental se interroga por su contenido. ¿Pero... qué tipo de consistencia nos conforma? ¿Hasta dónde llegaremos con la actitud de descubrir opciones distintas para que al fin prevalezca lo más intrínseco que hace girar la llave que permite inocular la auténtica felicidad al planeta?. Existe un afán escondido intrínseco de ser y estar en armonía con lo cósmico, pero Luis muestra las facultades de aquellos que sobrevuelan los límites buscando las salidas. Sus personajes parecen flotar, establecer un baile profundo, un sinfín de piruetas que están en el ambiente de los que parecen sujetarse en el cordón umbilical de nubes imaginarias. Escenas comprometidas de personajes con instrumentos musicales, trompetas del juicio final. Se aproxima el fin de la cultura tal como la hemos entendido y empieza una nueva era. Hay una constatación del miedo al fracaso, del impulso individualista que acomete la vida con el frenesí del caballo desbocado. Presenta seres que tocan instrumentos en el escenario solitario, cual fanfarria surrealista. Lo surreal es simbólico. La alegoría de un mundo que se desvanece está siempre presente. Augurios de frenesí. Presencias de fortalezas inquietantes. Ausencias nombradas. Exhibicionismo frontal de directa estructura... Sus personajes se exhiben, porque son elementos-sujeto, que forman parte de la configuración de lo surreal. Hay un juego entre lo simbólico, entendido como mundo de sueños y lo racional, que se intuye. Luis Alarcón viaja por el iconismo, para entablar un diálogo con las otras realidades. Está claro que su pasado andino prevalece, en el sentido de que no todo es complejo por que sí, sino porque la naturaleza así lo dispone. Hay una dicotomía entre la idea que subsiste latente de inmortalidad y el conflicto que parece cercano. La proximidad de lo dual constituye y configura una escenografía donde el artista peruano se permite licencias poéticas para expresarse con mayor libertad y contundencia. Destaca un cierto desarraigo en sus personajes. En un principio parecen seres normales pero, una observación más atenta, nos revela unos rostros de infinita tristeza. Perdidos en la vorágine del juicio final, falsos anunciadores de lúgubres presagios, su bondad infinita los lleva a acometer empresas irrealizables, tendentes a configurar un mundo mitómano de imágenes que se dan a conocer con la seguridad del engranaje general que a todos nos compete pero que nunca personificamos. Se trata de seres que pululan en un vacío existencial. El movimiento, la música y el onirismo En su creación destaca el movimiento, cual elemento identificador de la misma. En el sentido de establecer parámetros concretos de actuación, a través de los cuáles todo se interrelaciona a partir de armonías oníricas, en las que los sueños son los monstruos de la razón. Muestra personajes que sobrevuelan imágenes, que bucean en los escenarios irreales, en los que hay especímenes humanos que recogen con su manto protector algaradas de buen tino. El movimiento hace que las casas se ‘arrugen’, se plieguen cual viaje de Alicia al país de las maravillas. Hay un suelo como referencia, pero también el cielo inventado que prevalece y va más allá de las circunstancias. El resultado son composiciones que, aunque estructuradas, están dotadas de una gran libertad de ejecución, en las que los personajes vuelan literalmente. Estos ocupan zonas inverosímiles de la composición, casi misteriosas, porque son inalcanzables para el más común de los mortales. Es como entrar en la magia de las cosas andina, trasladándonos a lo alto de las cumbres nevadas. Como decía un viejo chaman, que a estas alturas seguro estará contemplando la vida desde lo alto de su atalaya natural: ‘cuando voy a la ciudad hasta los coches forman parte de la naturaleza, porque están fabricados de plancha de hierro. El hierro es un metal que sale de las entrañas de la madre tierra.’ Todo tiene un orden y esta armonía puede ser natural y también artificial. Lo interesante es que exista consciencia de la existencia de esta armonía. Luis Alarcón, a través de su obra, nos presenta un tipo de pintura caracterizada por su fuerza expresiva simbólica, por sus alegorías constantes, por su magicismo, a modo surreal que entronca con la consciencia universal andina, aunque no utilice los típicos tópicos, sino más bien un lenguaje plástico mundial. Es más, en lo cósmico está lo local. Lo intrínseco es directo porque es local, aunque las formas y sus personajes pertenezcan a la cultura planetaria. Con ello nos dice Luis que la magia sobrevuela los adelantos tecnológicos y se posa cual ave presurosa en la mente de los corazones abiertos de par en par. En consecuencia se produce un diálogo entre lo surreal y lo mágico en un contexto de movimiento. Se trata también de captar el dinamismo basado en los aspectos flotantes de los personajes. En su flotabilidad onírica. Es la conexión con el mundo de los sueños, con la pintura automática, con aquellos deseos, anhelos e ideas que se van desgranando. Luis Alarcón describe los vericuetos que conforman el alma del ser humano actual. Lleno de tormentos. Imbuido de la gracia divina para ser considerado el centro de la creación. Dotado de los poderes de los elementos más espirituales de la sociedad de antaño. Pero, sin embargo, tras una aproximación discreta al rostro de los mismos, vemos como la música se aleja de su corazón. Hay una cierta negrura. A pesar de ello los personajes son mostrados en actitudes gesticulantes, sensuales, dinámicas, con la trompeta en la mano. Instrumento icónico, simbolo del anuncio de la llegada del cambio mundial. Trompeta en manos de hombres y mujeres que van camino del laberinto. Luis Alarcón es un pintor que profundiza en el instante. Que pinta instantes determinados. Por esa razón, sus composiciones siempre varían, aunque poseen un claro orden. Compone al modo clásico, en el sentido de estructurar un centro y un complemento de zonas. Va hilvanando un ovillo, cual red de araña laboriosa, que atrapa al espectador en un mundo de sugerencias. Mundo formado por los temores y las alegrías de los seres humanos que viven con frenesí sus cotidianos días. Hay una ambigüedad de opciones. Existe una multiplicidad de puntos de vista. Se constata una diversificación de alados caminos. Hay un laberinto directo. Existen unas ganas enormes de encontrar la salida. Pero también de mostrar el camino para acceder a su final. Por esta razón existe un diálogo. Y, en dicho diálogo, hay frecuencia de planteamientos. Un diálogo en el que la visión cosmogónica del mundo es internacional. No hay referencias directas. La obra no tiene porque ser descriptiva de una situación determinada de una zona concreta del laberinto de países. Hay muchos países en uno. En realidad es uno y múltiple a la vez. De ahí que el laberinto poseea varias salidas. Luis Alarcón no nos muestra una sola dirección para que encontremos un discurso claro. El discurso está ahí. Posee identidad, es singular, constituye una reflexión en si mismo. En una palabra: es convincente. Supone una fuerza perenne que va cambiando según las necesidades del momento. Existen las ideologías, estas no han muerto, pero, en cambio, también hay una concomitancia con la labor desarrollada por los mass media que nos embriagan con la publicidad. ¿Dónde está el poder del ser humano como tal y el de las nuevas tecnologías? ¿Es que acaso hemos inventado una realidad que viaja a las falsas identidades y fabrica ídolos de barro? ¿Dónde está nuestro centro? Todas estas preguntas subyacen en la creación de Luis Alarcón. Todo ello se constata de forma elegante, con un discurso pictórico muy personal, de este gran artista internacional. Expone en Perú, Estados Unidos, Colombia, México, Venezuela, Ecuador y Marruecos, entre otros países. Formado en la Escuela Superior de Bellas Artes de Trujillo, en Perú, su legado consiste en establecer un mundo universal, formado por personajes que no nos son ajenos, pero que conforman un modo y una forma de contemplar el mundo muy singular, ancestral, magicista, aunque con la fortuna de adoptar una plástica comprometida con la época actual. Se trata de una pintura que enlaza con los planteamientos del surrealismo, de los artistas interesados en los conceptos de la vanguardia histórica, pero también con los planteamientos de la nueva figuración en los que la desazón y la ironía muestran su importancia en un contexto elaborado y ductil, especializado y complejo, determinante y orientado de tal forma que hay una multiplicidad de visiones y favorece el diálogo del espectador en un contexto de libertad.

Madrid, marzo del 2003