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Arte
1 12 2002
"Siglo XXI: ¿Fin de la estética" por Héctor Loaiza
El Magazine Littéraire plantea la pregunta: ¿En qué situación se encuentra la estética? El filósofo alemán, Alexander Gotlieb Baumgarten (1714-1762) inventó la palabra “Aesthetica”, que fue también el título de su obra en dos volúmenes. Con Emmanuel Kant (1724-1804) la estética conoce un segundo nacimiento y sostiene que no era suficiente que la belleza esté identificada al conocimiento sensible (en lugar de referirse al objeto bello). La reflexión sobre el gusto no era cognitivo ni lógico sino “estético”. Lo estético para Kant es aquello cuyo principio determinante sólo puede ser subjetivo que no debe ser relativo ni irracional. La experiencia de lo bello —conforme aparece en la reflexión estética— es absolutamente singular y al mismo tiempo universal. Kant conduce al concepto de estética hacia un arte oculto del alma que se reduce a las “Bellas Artes” introducidas por Baumgarten.
El romanticismo alemán hizo de la estética una filosofía del arte, una empresa aún más ambiciosa: el vector de la interpretación total del mundo. Según Goethe, la estética se basa en una repartición radical de lo sensible y de lo inteligible que coloca al arte en una posición subalterna con relación a la filosofía. Frederich Schlegel ha escrito: “todo arte debe devenir ciencia, y toda ciencia devenir arte; poesía y filosofía deben estar unidas”.
Hegel (1770-1831), cuya obra fundamental sobre la estética ha sido traducida al español con el título “De lo bello y sus formas” [2], reunió los cursos dados en Berlín desde 1818 hasta 1829. Esta obra monumental no sólo expone los fundamentos de una filosofía del arte, sino traza el despliegue histórico de los diversos campos del arte, simbólico, clásico y romántico. La belleza artística —para Hegel— es superior a la belleza natural, porque la primera es la expresión concreta del Espíritu, unidad de interioridad y de exterioridad, de lo ideal y de la naturaleza sensible. Hegel ve en el arte algo que no será rebasado, la manifestación íntima del Absoluto, que sometida al análisis del pensamiento, no para crear nuevas obras artísticas sino para establecer la función del arte y su lugar en la vida.

Resentimiento contra la estética, campo que abarca y la belleza fatal

El filósofo y catedrático de la Universidad de París VIII, Jacques Rancière, en su texto “El resentimiento antiestético”, señala que, en nombre de la estética, la mala filosofía ha sometido la práctica artística a su ley. Esa pretendida estética ha ejercido un poder absoluto sobre el arte, al confiarle poderes de pensamiento, modos de inscripción en la práctica social o una vocación política que la desfigura. Para Rancière, el campo estético del arte es un tejido sensitivo, una red de relaciones nuevas entre el arte y la vida, cuyos principales resultados son: nuevas invenciones, mutación de la percepción y de la sensibilidad del público. En su examen del pasado menciona el estetismo del final del siglo XIX como la primera forma de la “tensión de los contrarios”: separación radical del goce del arte y las diversiones de lo vulgar. El modernismo de a mediados del siglo XX [que tuvo como principal intérprete a Clément Greenberg (1909-94)] fue el segundo intento de convertir el arte en un modo de vida. Se hace patente la complejidad del campo estético, como una ruptura entre el arte antiguo y el nuevo en el cual plásticos, escritores, músicos y otros artistas exploran las posibilidades de sus propios materiales. Pero ese modelo demostró su inconsistencia frente a las formas de vida no artística. Se ha asimilado esta falla a la evidencia del final del arte o a la ruina de la modernidad. Entonces se acusa a la estética de haber encadenado el arte a las ilusiones del radicalismo modernista. O, a la inversa, de haber arruinado a ese radicalismo abriendo las puertas a “cualquier cosa”: las transformaciones del arte conceptual, del pop art y las mezclas propias a las instalaciones contemporáneas. Pero la estética no es una doctrina ni una ciencia, es la configuración de lo sensible que sólo puede ser capaz de pensar destrozando los marcos de las disciplinas.
Jean-Clet Martin, director de estudios del Colegio Internacional de Filosofía de París, sostiene en su articulo “El campo plástico de las artes” que no sabemos nada del “objeto = x” pulverizado por la bruma de la diversidad de nuestras percepciones. Se puede hacer una síntesis coherente de su forma o reflexionar sobre su contorno según un sentido, pero en realidad son objetivos muy inciertos. Desde el Renacimiento se plantea la tesis de la perspectiva, entendida como profundidad capaz de llegar a la esencia de la misma cosa, hasta una visión de Dios, susceptible de darnos un punto de vista absoluto. Charles Sanders Peirse (1839-1914), filósofo norteamericano, fundador de la lógica moderna a partir del álgebra de Boole, creador de una teoría de categorías y precursor de la semiótica, distingue en el mundo manifestado (phaneron) tres categorías del signo: el ícono, el símbolo y el indicio. Jean Clet Martin se apoya en esta teoría para afirmar que las bellas artes tienen objetivos icónicos, porque el icono se define por la semejanza. Incluye al símbolo dentro del campo de la estética, por la colaboración entre las diversas facultades sensitivas para realizar una simbolización objetiva. La estética sería además una simbolización de signos que han conservado sus formas, pero han perdido su materia, puesto que el arte trabaja actualmente con nuevos signos indiciales (fotografía, cinematografía, videografía, infografía…). Busca en la materia de la sensación, una grafia o un jeroglifo que sean capaces de urdir espacios sin dirección en un tiempo sin dimensiones precisas.
En el texto “Belleza fatal”, el crítico de arte Mark Alizart considera que la belleza ha sido vacíada de su propia ciencia, la “ciencia de lo bello” de los comienzos de la estética. La belleza, lo sublime moderno o posmoderno (en el sentido definido por Jean-François Lyotard como la “presentación de lo impresentable”) es una tentativa de captar lo que no tiene fondo, el don gratuito del ser. Una afirmación como “esto es bello” se ha convertido en la búsqueda de una reflexión estética precisa que ahora dice, “esto es el arte”, dando al arte una vestidura ontológica. Ningún martillo nietzscheano ni ningún nihilismo ha conseguido destruir el ideal de la búsqueda de la belleza; ni tampoco ningún desmontaje de sus valores ha podido terminar con su relato. Si hubo tal vez alguna muerte del ideal de belleza, eso no ha significado el fin de la estética o del arte. Esa ha sido precisamente la condición que les permite perpetuarse más allá de sus respectivas historias.

Conducta estética, universalidad antropológica o singularidad cultural, ontología de las obras de arte

Rainer Rochlitz, director de investigaciones en el CNRS [3], observa en su artículo “Reflexionar y argumentar: tres fuentes del pensamiento artístico” que en Schlegel y en Hegel, más tarde en Hiedegger y en Teodoro W. Adorno [4] la estética es un objetivo filosófico ambicioso, como interpretación de la historia del arte y a la vez vector de reconciliación utópico. Después Jacques Derrida, Gilles Deleuze [5] y Jean-François Lyotard [6] la consideran como un antídoto a la rigidez de la razón. La estética se contenta de ser la teoría de la argumentación de su propio tema o del debate sobre el método que empieza cuando diversos receptores, expertos o profanos, toman conciencia de sus divergencias perceptivas o de apreciación ante un fenómeno o una obra de arte. Los valores estéticos varían según las culturas y según las épocas. La obra de arte puede ser comprendida por un sujeto a través de paradigmas, pero depende mucho del veredicto de su sensibilidad. No se puede establecer el valor universal de la obra artística en términos irrefutables, porque es un símbolo en busca del reconocimiento intersubjetivo en el cual es posible la argumentación.
El análisis de la relación estética como recurso mental básico permite —según Jean Marie Schaeffer, autor del texto “Por una estética descriptiva”—, si el análisis es correcto, escapar al origen de innumerables debates sobre la disyunción “relatividad cultural o universalidad”. ¿La conducta estética es una invención del individualismo occidental o constituye una constante antropológica? La capacidad linguística pone en funcionamiento procesos genéticamente fijados de antemano. Se puede suponer que sucede lo mismo con la conducta estética. Los estudios sobre la neurología en sujetos establecieron la existencia de conexiones neuronales directas entre los sistemas de procesamiento de la información y el centro de placer/desagrado. La conducta estética tiene una base mental que es universal. Los trabajos antropológicos, lejos de contradecir ese resultado, revelan simple y llanamente otro nivel de la misma realidad —desde un punto de vista de la conceptualización de los tipos de objetos, de la relación entre la estética y la creación artística (o arte factual) o aún de sus funciones sociales— formas de realización de esos recursos estéticos universales.
Roger Pouivet, catedrático de la Universidad de Nancy y autor de varios libros sobre estética, define la ontología como el estudio del modo de existencia, de la naturaleza y de la identidad de las cosas. En lo que se refiere a la obra artística, ¿cuál sería entonces el modo de existencia común a un cuadro, una catedral, una sinfonía y una novela? Las obras pictóricas no sólo son reproducidas (fenómeno masivo de nuestra época) sino restauradas. ¿Qué se admira entonces en la Capilla Sixtina, la obra de Miguel Angel o la de los restauradores? El conocimiento de las intenciones del autor es indispensable a la comprensión de una obra. Su modo de existencia y su identidad representan el núcleo de la experiencia estética. La cuestión del modo de existencia de las obras —la pertinencia misma de su existencia— no está ausente de las artes de hoy, incluyendo las que los filósofos tanto desdeñan: las artes de masas.

Fin del discurso metafísico y del ontológico relativos al arte, danza dialéctica, el saber alegre nietzscheano, estética y sociología, muerte de la teoría del arte (posmodernismo)

En su artículo “Por una estética de la impureza”, Mathieu Kessler retoma la idea nietzscheana [7] de la fisiología de la estética que se distingue de cualquier biologismo o materialismo al buscar la comprensión de la hipótesis de la “voluntad de poder como arte” como efecto de la organización y del control del caos, incluyendo ese caos que es el mismo hombre. Después del fin del discurso metafísico y el futuro improbable del discurso ontológico que tiende a substituirlo (al mismo tiempo corrige sus ilusiones y su impotencia frente al lenguaje y a la gramática), la estética ofrece muchas posibilidades metodológicas.
Hay que simétricamente sobrepasar los límites convenidos de la Historia de la Pintura, plantea el filósofo e historiador de arte, Georges Didi Huberman [8], en su texto “¿La dialéctica puede danzar?”: salir del museo, interrogar a la gente, regresar al taller de los artistas, irse de la biblioteca humanista y mezclarse al tumulto de la fiesta florentina. Una estética digna de ese nombre sólo puede ser antropológica. En el cuadro de Botticelli, “La danza de las tres Gracias”, se encuentra sintetizada la posición dialéctica de mediatizar una práctica de los conceptos y de los gestos (en el cuerpo de una joven florentina que baila con dos amigas en las fiestas de la primavera). De repente las tres Gracias no vehículan más un único concepto moral o dialéctico, pero sí un pensamiento carnal y aéreo que atañe a la totalidad del lienzo. Gracias al montaje efectuado por Botticelli, se comprende que la misma dialéctica tendría que volver a ser pensada… con la danza, con los cuerpos en movimiento. El autor hace un llamado a los jueces del gusto y a los estetas estrictos para dejarse arrastrar por la danza del saber alegre de Nietzsche.

La estética y la sociología están en guerra, mientras subsista la separación entre el contenido de las obras y su “contexto social”, afirma Bruno Latour, sociólogo y autor del artículo “La guerra de las imágenes — pero, ¿qué guerra?” No se trata de dudar entre el poder de la obra y el del artista, de oscilar entre un objeto que determinaría la mirada que se dirige a éste y una materia que sólo sería el vano soporte de una “distinción social” venida de afuera. Cuando los artistas se rebelan contra la tiranía de la semejanza, ¿luchan contra qué? En la pretensión de añadir algo más a la “fría existencia objetiva”, ¿en qué ciencia se basan? Al defender la necesaria “autonomía” de la creación, ¿con qué derecho se liberan así de la exigencia múltiple de los objetos de la creación? Detrás de las batallas por o en contra de lo “social”, por o en contra de la semejanza, por o en contra de las “presencias reales” —retomando la expresión de George Steiner— se explica en parte la autonomía a la vez de las artes y de la misma estética.
El crítico de arte y escritor, Jean Yves Jouannais, en su comentario “La humillación de las teorías” cita al fotógrafo norteamericano Victor Burgin [9]: “La teoría del arte entendida como formas interdependientes de la historia del arte, de la estética y de la crítica que hizo su aparición en el Siglo de las Luces y alcanzó su apogeo en el reciente período del ‘gran modernismo’ llega ahora a su fin. En la época actual, llamada posmoderna, el fin de la teoría del arte es idéntico al objetivo de las teorías de la representación en general: una comprensión crítica de los modos y medios de articulación simbólicos de nuestras formas críticas de sociabilidad y subjetividad”. Algunos comentaristas han creído descubrir en el momento del “fin de las vanguardias” un retorno de gracia de la estética (en el sentido original del término, ligado al placer y a la apreciación subjetiva) que vuelve a triunfar en la tierra quemada dejada por la teoría del arte.
Así, los textos del número especial del Magazine Littéraire han narrado con brillo las principales peripecias de ese relato histórico que es la estética a través del siglo XX y que podría llevar como título “Las desgracias de la estética”.

Notas

[1] El crítico argentino Antonio Schiavetti ha respondido (en el website “Arte al día”) a las preguntas de un periodista sobre el arte de su país y también sobre la crítica en general: “… Hablar de las artes plásticas argentinas como algo que no está inmerso en lo universal, como un hecho aislado del acontecer, en las realizaciones de todos los órdenes del ser humano, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XIX hasta lo que va del XXI. Partiendo de ese enfoque, creo que la humanidad está experimentando transformaciones permanentes de destrucción de todos los parámetros que habían sido las bases de las manifestaciones artísticas, estéticas y hasta morales…” [2] “De lo bello y su forma” (Estética) por Hegel, Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1958. El año pasado se ha publicado en París una versión francesa más extensa. [3] Centro Nacional de la Investigación Científica. [4] Theodor W. Adorno (1903-69) plantea que la estética contemplativa presupone, sin saberlo, como criterio el gusto por el cual el espectador se coloca a distancia de las obras para elegir. Prisionero de su subjetividad, el gusto necesita a su vez una reflexión teórica, que no sólo ha fallado frente a la modernidad, sino fracasado frente a las vanguardias. [5] Gilles Deleuze, en su obra “Diferencia y repetición” define las ideas como esas instancias que van de la sensibilidad del pensamiento y fuerzan a cada sentido a un ejercicio trascendente. En su ensayo sobre la pintura de Francis Bacon ha escrito “la pintura se propone directamente despejar las presencias bajo la representación y más allá de la representación (…). En arte y en pintura, como en la música, no se trata de reproducir o inventar formas, pero sí de captar fuerzas. Por eso ningún arte es figurativo.” [6] La verdad del arte es el tema reiterativo del discurso estético de Jean-François Lyotard. En su libro “Discurso, Figura” plantea que existe una verdad salvaje del arte que permanece irreductible frente a la teoría que llama “figura”. Ésta no es la expresión sensible y degradada de la Idea; no es tampoco su doble inefable. Expresa el “espacio intensivo” del deseo (lo figural) cuando aflora en la superficie de la obra. La experiencia de lo sublime, que suspende la síntesis de las formas, es pura presencia, lo que no se deja representar: un “sensible” antes del conocimiento y de la voluntad, que no forma parte del mundo pero sí del sentimiento y que encierra pese a ello la promesa de una posible repartición, la utopía de una comunidad estética. [7] Nietzsche sostiene que cuando se ha excluido del arte el objetivo moral y el de mejorar la situación de los hombres, no se ha concluido que sea sin finalidad y esté desprovisto de sentido, “el arte por el arte” —una serpiente que se muerde la cola. “Es mejor no tener un objetivo que tener una finalidad moral” ha escrito. El arte es el gran estimulante de la vida, participa como la misma vida del juego de apariencias y de “la más alta potencia de lo falso”: es lo que nos impide morir de la verdad. [8] “Lo que vemos no vale —ni existe— a nuestros ojos, sólo existe por quien nos mira” ha escrito Georges Didi Huberman en su libro “Lo que vemos, lo que nos mira” sobre el minimalismo. Establece el carácter subjetivo de la experiencia estética tal como la viven algunos artistas. [9] Victor Burgin ha reflexionado sobre la relación entre el arte y el lenguaje, desmontando los mecanismos que ligan el sentido a la imagen.