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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
3 12 2004
El artista venezolano Oswaldo Vigas en París de los años cincuenta, fragmento de la entrevista con Héctor Loaiza
—¿Cómo fue tu llegada a la Ciudad Luz? Y ¿dónde viviste? A fines de 1952, me instalé en lo que era el Hotel du Poitou, en el 22 de la rue de Seine y allí un grupo de venezolanos establecimos nuestro cuartel general en los años cincuenta. Poco tiempo después me trasladé a la rue de Trétaigne en Montmartre, al apartamento que me dejó Aimée Batistini cuando se fue a Buenos Aires. A su regreso, volví a trasladarme al 33 de la rue Dauphine donde viví aproximadamente diez años, hasta mi retorno a Venezuela. Con frecuencia por esos años había controles de papeles en la calle y en los hoteles. Los inspectores se presentaban cualquier día, a las 6 de la mañana, tocaban a la puerta y pedían los documentos de identidad. Uno tenía que salir con el pasaporte, la carte de séjour y mostrarlos. Alguna vez, un inspector me dijo en la calle: "No vaya usted a hacerme creer que ha vivido durante tantos años en un solo sitio. Usted tiene que haberse mudado, como todo el mundo". —A principios de tu existencia parisina, ¿a quiénes conociste? Carlos Raúl Villanueva, el arquitecto venezolano, llegó a París por esa época y recibí una carta de él invitándome a comer en un restaurante de París para presentarme al pintor cubano Wifredo Lam. Así fue como conocí a Lam que se convirtió desde ese momento en uno de los más sólidos amigos que he tenido en París. Creo que de su parte también él encontraba en mi taller el refugio cuando se peleaba con la amiga de turno y no sabía adonde ir, se refugiaba en la rue Dauphine. Venía a buscarme a veces a altas horas de la noche para que le ayudara a resolver el problema sentimental que le atormentaba. Nos hicimos confidentes y compartimos muchas veces los fríjoles que cocinaba Wifredo en su taller de un callejón sin salida, cerca de la rue d'Alésia. —¿Cómo vivía Lam por esa época? En esos años que no eran de gran esplendor ni para él ni para mí, aunque Wifredo era un hombre muy conocido. Al pasar los años de la guerra en su país natal, hizo que se hubieran olvidado de él en París. Regresaba a rehacer el prestigio que tenía. Había mucha gente que no lo quería como Pierre Loeb, gran marchand, cuya galería estaba en la rue de Seine. Eso era un obstáculo para él. Pierre Loeb le reprochaba lo que había dicho al parecer Wifredo con relación a su amistad con Picasso y a propósito de la obra que había dejado en casa de Picasso cuando se fue de París, acompañado de su esposa judía alemana, con los alemanes pisándole los talones. Según Wifredo, él había dejado un gran rollo de lienzos en casa de Picasso que le dijo: "Se quedan aquí, no te preocupes" y luego estando en Cuba había visto reproducidas obras de Picasso que recordaban las que él había dejado en su taller. Eso era algo que Wifredo había repetido en muchas ocasiones y parece que había llegado a los oídos de Pierre Loeb que fue presentado por Picasso a Wifredo y que le había lanzado en París en los años anteriores a la guerra, parece con mucho éxito. Según Lam, había un momento en que los billetes se le salían por todos los bolsillos porque todo lo que hacía lo vendía. En muchas ocasiones algunos críticos reprocharon a Lam su deslealtad hacia Picasso, como es el caso de Gómez Sicre. Wifredo vino de Madrid donde había hecho estudios en la Academia San Fernando y se había conocido con Picasso. De acuerdo a Lam, esa relación con Picasso entre otras cosas tenía un contenido de servicio que rendía Lam que de cada tantas telas que le preparaba a Picasso tenía derecho de obtener una para trabajar él. —Entonces ¿cómo eran las relaciones entre el maestro y el discípulo? Una noche Picasso le dijo: "Mira, dime lo que tú estás haciendo ahora". Lam le respondió: "Si quieres te lo muestro. Iré a buscarlo a casa". Atravesó medio París para llegar donde tenía sus cosas guardadas. Recogió todo lo que tenía por allí y se vino con un rollo inmenso a la casa de Picasso y llegó a altas horas de la noche. Picasso comenzó a ver toda aquella obra puesta en el suelo y después con calma le dijo: "Mira, tú eres un gran pintor. Te voy a conseguir un marchand". Tomó el teléfono y despertó a Pierre Loeb que dormía y le hizo venir a la madrugada a ver la obra de Lam diciéndole: "Aquí tienes a un gran pintor, quiero que le hagas un contrato". El marchand le hizo firmar un contrato por el que le compraba todo lo que había en su taller por un monto elevado, 50 000 F de la época que era mucho dinero. Al día siguiente, Pierre Loeb fue al taller de Lam, recogió todo lo que había allí. De ahí vino quizás una de las razones de esa ruptura puesto que Pierre Loeb tenía muchas obras de Lam. Cuando éste cayó en desgracia, el marchand hacía cualquier cosa con los lienzos. —¿Qué hacía Pierre Loeb con las obras de Lam? Se divertía en dar obras de Lam para que los pintores jóvenes le pintaran encima. Así un día recibí en mi taller la visita del pintor peruano, Fernando de Szyszlo, que venía con varios lienzos, que trabajaba para el mismo marchand y me dijo: "Mira, tengo estos cuadros de Lam que me ha dado Pierre Loeb para que le pinte encima y me da lástima porque son obras de un pintor sudamericano importante. Necesito dinero para comprar materiales ¿no tendrías algún dinero para darme a cambio de una obra y yo podré comprar una tela?" Le di todo lo que tenía, era el equivalente de 40 F actuales y por esa cantidad me quedé con un óleo de Lam de los años treinta y tantos, una cabeza muy bella que la regalé después al arquitecto Carlos Raúl Villanueva a quien debía un dinero que no podía pagarle en aquella época. Así salvé una obra de Lam. Las otras que tenía de Szyszlo debía de haberlas colocado en otro lugar. Cuando Lam vino un día a mi taller le dije: "Wifredo, tengo ahora una obra tuya. Yo siempre quería tener algo tuyo. No te lo he podido comprar, tus precios no me permitían hacerlo". Yo le había adelantado un dinero a Lam para comprarle una obra suya. Un día necesitaba ese dinero y le pedí que me devolviera, porque no tenía con qué comer. Entonces Lam me fue devolviendo el dinero en la misma forma en que yo se lo había dado, poco a poco y eso me sirvió para mantenerme durante algún tiempo. Le dije: "Bueno, aquí tengo una obra tuya, la he comprado con 40 F". Cuando oyó eso se puso pálido y se tiró en la cama diciendo: "¡No puede ser! ¿Quién ha hecho una cosa parecida?" "No te preocupes, la obra ya no me pertenece, se la he obsequiado al arquitecto Carlos Raúl Villanueva para su colección. El cuadro fue salvado". Eso lo tranquilizó mucho y se le pasó la angustia. Algunas veces, Lam me comentaba de la posibilidad de haberse convertido en un millonario cubano. Siempre tenía una gran preocupación por el dinero y a veces hablaba de cuando él había estado a punto de hacer un negocio con el comercio de fríjoles y otros cereales, pero este negocio nunca se realizó. —¿Cuáles eran sus otros temas de interés, fuera de los posibles negocios? Otras veces, hablando sobre la física nuclear, me decía: "Eso del agua pesada ahora lo entiendo, después que estuve en una playa, tú sabes, en la costa, el agua allí es tan pesada que me di cuenta del problema del agua pesada". Todo ese mundo que llevaba Lam por dentro, de misterio y poesía; algunas veces le salía en la conversación aunque era en general bastante práctico en sus cosas y muy cuidadoso de todo lo que hacía. Cuando le visitaba en la rue d'Alésia, tocaba en la puerta y se abría una pequeña ventana y si yo estaba acompañado de algún amigo me decía: "Espera". Oía que dentro del estudio se movían los muebles, se cerraban las gavetas, etc. Después de haber puesto todas las obras contra la pared y las gavetas cerradas con llave, me abría la puerta y me invitaba a pasar. Tenía mucho celo en ese sentido para evitar que la gente se enterara de lo que estaba haciendo antes de que las obras hubieran sido expuestas oficialmente. Esa era una de sus grandes preocupaciones. —Y ¿sabes la versión de Picasso? ¿Qué opinión tenía de Lam? Cuando años más tarde voy a ver a Picasso, en 1955, la primera persona con la que traté de conseguir un contacto con Picasso fue Lam, y le dije: "Mira, tengo que ver a Picasso para tratar de conseguir una obra de él para una exposición en Venezuela de la que yo me estoy ocupando. Dame una tarjeta o indícame la forma en que pueda verlo". Y me respondió: "Sobre todo no le menciones mi nombre, lo más negativo para ti es llevar una carta mía". La primera vez que conocí a Picasso, éste me dijo: "Usted debe ser amigo de un pintor cubano muy bueno, de ese muchacho que se llama Wifredo Lam", y entonces yo le confesé a Picasso que éramos amigos. Parece que lo había adivinado al verme entrar de que yo tenía que ser amigo de Lam. No sé como hizo para adivinarlo. Esta era una de las preocupaciones de Lam, la de su relación con Picasso, la de cuidarse de que sus obras no fueran vistas antes de la exposición y estaba muy pendiente de lo que yo hacía también. —¿Cómo era tu vida en París? ¿A quiénes frecuentabas además de Wifredo Lam? En esa época nos reuníamos en el apartamento de Aimée Batistini en la rue de Trétaigne, en Montmartre, donde habían llegado Víctor Valera y Alirio Oramas. En esa misma casa se había reunido también el grupo de artistas que algunos años antes habían creado en París el grupo "Los Disidentes", Alejandro Otero y otros. Aimée Batistini había cobijado a todos esos grupos de artistas y no había celebrado más reuniones con venezolanos prácticamente hasta que yo llegué a París. A comienzos de 1953, Alirio Oramas y Víctor Valera me presentaron a Aimée Batistini, y se volvieron a celebrar reuniones en su casa. Entre otras distracciones, se practicaba la "mesa con letras", con un vaso se tapaban las letras, se iban sacando moviendo la mesa y así salían palabras que querían decir algo y alguien interpretaba esas palabras. Este juego se practicaba en el apartamento de Aimée Batistini todas las noches, y yo lo veía con mucha desconfianza porque me parecía que estaban cayendo en una especie de estado primario de atribuirlo todo a un fenómeno mágico y les ponía en guardia contra ese hecho. —En esa tu primera estadía parisina, ¿hiciste algún viaje a otra ciudad europea? En ese momento es cuando decido irme a Madrid para hablar español con la gente del pueblo, cosa que no podía hacer en Francia donde no comprendía nada. El francés literario que yo había estudiado en el bachillerato no me servía para nada, mi oído no se adaptaba a la pronunciación y pasaba por unas depresiones terribles. Me paseaba deprimido durante el invierno por los bordes del Sena, viendo los bloques de hielo que navegaban por el río y muchas veces tuve la idea de tirarme al agua. La beca que debía recibir no llegaba nunca. Al final, no me la concedieron y pasaba hambre en París. Tenía épocas en que tomaba una taza de té con un pan duro. Me rompí la corona de un diente incisivo clavando mis dientes en un pedazo de pan duro. Todo eso me deprimía mucho y me había mantenido gracias a la caridad de algunos amigos, Vicente Pastor y su mujer me dejaban a veces en la puerta de mi cuarto un pedazo de pan con salchichón, y comía los restos que quedaban, mezclados con un poco de mostaza. Robaba terrones de azúcar en los cafés para tener un poco de azúcar en mi taza de té. —En varias oportunidades me has hablado de que el artista debe mantener una actitud humilde frente a los gigantes de la plástica universal, ¿me podrías decir qué pintores han tenido influencia en tu obra? Un día que tenía un poco más de dinero de algún cuadro que había vendido, me fui a España. Es el primer viaje que hice a Madrid. Antes de mi partida, Wifredo Lam, sentándose en torno a la mesa de un café, me hizo un pequeño croquis para llegar a la capital de España, los sitios donde debía detenerme y las cosas que debía ver. Al despertarme a la mañana siguiente en Madrid, me di cuenta de que comprendía a todo al mundo y yo creía que estaba comprendiendo el francés. No pensaba estar fuera de Francia. Este viaje fue importante por el conocimiento que me dio de la obra del Greco, Domenikos Theotokopulos, quien en un momento influirá mucho en mi pintura aunque no se notara. No hay ninguna forma humana en mis cuadros que recuerde al Greco, ni ningún alargamiento de mis figuras, sin embargo las armonías de los cuadros míos de los años 1953-54 que van a seguir ese viaje a España, tienen mucho del tipo de armonía que usaba el Greco y también de sus composiciones. Yo había sintetizado en cuadernos que cargaba siempre y donde me ponía a copiar, no el cuadro del Greco, sino la red de líneas de fuerza en las que estaban basadas las composiciones del Greco; generalmente un óvalo que estaba en el centro del cuadro, a la manera del arte románico. Pero ese viaje fue además aprovechado para visitar al Museo del Prado, profundizar en la obra del Greco en primer lugar, luego en la de Goya, especialmente en su obra gráfica, en sus dibujos y en su época negra. En mi visita a Toledo, admiré "El Entierro del conde de Orgaz" en la catedral. Estudié también la obra de Velázquez. Los tres grandes maestros del arte español, aunque me interesaba mucho por la obra de Zurbarán. —¿Qué otra cosa hiciste al llegar a Madrid? Yo llegué a una pequeña pensión cerca de la plaza de Alcalá, después me mudé a otra pensión pero en la misma calle. Recuerdo que habían los serenos de Madrid que, cuando yo regresaba tarde por la noche, tenía que llamar al sereno para que me abriera la puerta, ya que tenía todas las llaves de las casas de la calle. Alirio Oramas estaba en Madrid en ese momento. Con él, íbamos al café Gijón donde sabía que podíamos encontrarnos con los intelectuales madrileños. Allí conocí al crítico español Moreno Galván, esa gran figura de la crítica de arte, intelectual extraordinario que tenía un cargo miserable en el Instituto de Cultura Hispánica donde hacía algunas cosas importantes desde el punto de vista intelectual, pero de muy poco interés desde el punto de vista económico y del escalafón en la administración pública. Había otro personaje que trabajaba en el mismo Instituto que luego hará una carrera muy brillante, González Robles. Y en el café Gijón nos encontrábamos con Moreno Galván y entablábamos discusiones filosóficas; estaba muy de moda la obra de Heidegger. Discutíamos sobre el principio de la "cosidad de la cosa" y sobre las ideas ontológicas del filósofo. En una de esas discusiones, Alirio se quedó hablando entre dientes y Moreno Galván me decía: "¿Qué idioma habla tu amigo?" Porque no lo entendía." Después Alirio me dijo: "No sé que me ocurrió en esa discusión porque yo no entendía lo que ustedes estaban discutiendo". Mi amigo sin saber había hablado en lengua. En el café Gijón, conocí al pintor Antonio Saura y un día fuimos a ver la exposición que hacía Antonio Tapies en una pequeña galería de Madrid. Su obra recordaba mucho a la obra de Chagall y a la de Paul Klee absolutamente diferente de lo que hará Tapies en años posteriores. Antonio Tapies venía de Barcelona donde formaba parte del grupo "Dau al set", con otros artistas como Modesto Cuixart, Joan Josep Tharrats y Arnay Puig, que tendrán mucha importancia en la pintura española. En Madrid se estaba formando otro grupo de pintores, "El Paso" al cual pertenecían Canogar, Millares, Antonio Saura también, la pintora Juana Francés y el escultor con quien vivía esta mujer extraordinaria, Pablo Serrano, quien se convertiría en uno de mis mejores amigos. En esa época, los artistas e intelectuales madrileños se interesaban por lo que ocurría en Francia y también en Sudamérica. España era un país totalmente cerrado sobre sí mismo, la dictadura de Franco en esa época renovaba su violencia y los pintores españoles no salían todavía de España. Una persona que venía de Latinoamérica y que vivía en París era un personaje especial que merecía la atención de todos. Así yo gocé de esa atención por parte de los artistas españoles que iban a ser mis amigos desde entonces que siguen siéndolo hasta hoy. Un día el pintor Saura me dijo: "Voy a presentarte a mi hermano, Carlos, que quiere hacer cine. Es un muchacho muy inteligente". Nos dimos cita en el café‚ apareció Carlos Saura, joven, largo, flaco, parecido a su hermano el pintor y me habló del pequeño documental que acababa de terminar y lo que estaba experimentando en el cine. Mostraba mucha curiosidad por el cine latinoamericano, el mexicano, el argentino y el cine francés. —De esa tu primera estadía en Madrid ¿qué otras cosas recuerdas? Esa primera estadía no duró mucho tiempo. Yo creo que no debo haber estado en España más de un mes y medio. Había dejado mi taller en París que yo seguía pagando y no podía permitirme pagar hotel en dos sitios al mismo tiempo. Tenía que regresar a París que era mi puerto de atraque y había mejores posibilidades y amistades que me permitían sobrevivir. Ese viaje a Madrid terminará cuando un día decido regresar a París. Mandé un telegrama a Aimée Batistini anunciándole mi llegada para tal día y tal hora. Resultó que no pude salir de Madrid el día convenido en mi telegrama. Así que pensé enviar otro: No llegaré tal día a tal hora sino mi tren llegará tal día y tal hora. Ese telegrama lo pensé, pero en el camino hacia la oficina de telégrafos me di cuenta de que no valía la pena enviarlo. Luego me quedó la duda: caramba, mis amigos ojalá no me hayan ido a esperar. Después de llegar a la Estación de Austerlitz, fui directamente al hotel de Poitou en el 22 de la rue de Seine. Cuando estaba subiendo la escalera Mme Ployer, la esposa del dueño del hotel, al verme subir las escaleras se puso las manos en la cabeza y me dijo: "Alguien estará muy sorprendido de verlo" "¿Cómo es eso ?" le pregunté. "Sí, su amigo Victor Valera" me respondió. En efecto, Valera estaba en la oficina de ellos en el primer piso del hotel du Poitou, leyendo un periódico. Al verme entrar pegó un grito, se levantó de la silla y dijo: "¿Cómo estás llegando ahora? ¨¿Qué hora es?" Le dije la hora. "¿En qué tren llegaste?" insistió. "Acabo de llegar en el tren de tal hora a la estación tal". "Tengo que llamar a Aimée Batistini inmediatamente.". Tomó el teléfono y la llamó. "¡Vamos a la casa de Aimée Batistini!" Yo no sabía a qué se debía tanta expectativa por mi llegada y nos fuimos inmediatamente a la rue de Tréteigne. Allí estaba reunido todo el comité de recepción que en principio tendría que haberme esperado en la estación dos días antes y no lo había hecho. "Y ¿qué es lo que pasa?" les pregunté. "¿Por qué tanta sorpresa?" Me explicaron que la víspera del día en que yo debía haber llegado, ellos hicieron el ejercicio de la mesa con las letras y combinaron la frase que decía exactamente lo que yo había pensado poner en el segundo telegrama. En un ambiente de magia continua, al grupo que se formaba en el apartamento de la rue de Trétaigne de Aimée Batistini, su hija Ludmila que tenía doce años, Victor Valera, Alirio Oramas, el otro pintor que estaba en París unos meses antes que yo, Mario Abreu, me había agregado yo y se incorporó un personaje muy importante de quien me enamoré locamente, la gran poeta venezolana Ana Enriqueta Terán. —¿Qué importancia tuvo esa poeta en los primeros años de tu vida en París? Ana Enriqueta se había hecho amiga de Aimée Batistini años antes, cuando ella estuvo de agregado cultural en Argentina. Al llegar a París con su hermana y su cuñado, Ana Enriqueta los había dejado en un gran hotel de la ciudad y se había instalado en la casa de Aimée Batistini. Ana Enriqueta formaba parte de esas reuniones también, en las que alguna vez Mario Abreu se vestía con un pijama rojo de invierno y se ponía una máscara de diablo. Ludmila, la hija de Aimée, le pegaba un reflector en la cara y él danzaba. Cuando terminaba la reunión y a veces no se podía ir, se quedaba durmiendo debajo del piano con su pijama rojo y con la máscara. Sucedió que una mañana vino el profesor de piano a dar la lección que recibía Ludmila, se sentó en el piano sin darse cuenta de que debajo estaba durmiendo Mario Abreu. En los primeros acordes en el piano, hubo un ruido terrible, era Mario que salía de debajo del piano y aparecía entre las piernas del profesor con su máscara de diablo, vestido de rojo, protestando por el hecho de que lo habían despertado. El profesor salió corriendo del apartamento dando gritos de espanto. —Aparte de las personas que nombraste ¿había otras que formaban parte del grupo de Aimée Batistini? Había otro personaje muy raro que se llamaba Andralys Infantidis, pintor y poeta argentino de origen griego que hablaba el griego muy bien. Andralis participaba en esas reuniones de magia y se había enamorado de Ana Enriqueta Terán. El pintor y poeta argentino me dejó la puerta abierta a mí para probar mi suerte con ese ser extraordinario que era Ana Enriqueta de quien yo me enamoré desde el primer instante en que la había visto. Fue uno de los más bellos momentos que he tenido en mi vida con un ser humano y quizás fue la única mujer venezolana con la que tuve una relación que rebasó lo platónico como con las novias venezolanas que yo tuve anteriormente. Fue un amor completo. Seguían efectuándose las reuniones nocturnas de tipo mágico y las visitas de algunos templos de la ciudad en grupo. Las alucinaciones colectivas empezaron a producirse. Así, un día, parece que en una visita que hicieron a la catedral de Notre-Dame, atravesaron de pronto una puerta secreta que había en un muro y se encontraron frente a una figura del Cristo ensangrentado y que tenía gusanos que le caminaban por las piernas. Al regresar Ana Enriqueta a Venezuela con su hermana y su cuñado, se rompió de cierta manera ese círculo mágico.
acerca del autor
Héctor

Oswaldo Vigas nació en Valencia (Venezuela) en 1926. A los 16 años, recibe el primer premio del Salón de Poemas ilustrados en Valencia y realiza su primera exposición individual. A partir de 1943, hace exposiciones individuales y participa en exposiciones colectivas en los Ateneos de Valencia y de Mérida. En 1949, obtiene el 1er premio del Salón de pintura en el Ateneo de Valencia. Entre 1950 y 1952, explone varias veces en Caracas en el Museo de Bellas Artes. En 1952, gana el Premio Nacional de Artes Plásticas y el Premio John Boulton. Desde a fines de 1952, fija su residencia en París, donde al principio estudia en la Escuela de Bellas Artes y después expone en galerías y museos. En 1964, regresa con su esposa francesa Janine Castès a Venezuela. Desde ese año hasta la fecha, sigue exponiendo sus lienzos, sus tapices, sus esculturas y sus cerámicas no sólo en el país natal sino en EE.UU., Francia, otros países latinoamericanos y europeos.