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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Homenaje
9 8 2005
Carta al poeta Oquendo de Amat (primera parte), por Carlos Meneses
Estimado Carlos Oquendo de Amat, recuerdo que nos conocimos hacia 1945, cuando tía María Luisa Oquendo, tu prima, trajo a casa una antología de la poesía peruana realizada por Luis Alberto Sánchez, en la que se hallaban tres poemas tuyos. A partir de ese momento tuve la necesidad de conocerte mejor y algo logré en años posteriores. Sin embargo han quedado no unos cuantos sino muchos lugares oscuros que sólo tú puedes despejar. Por eso te escribo estas líneas. Aunque la verdad, y eso debes saberlo muy bien, la penumbra alimenta el mito y los seres como tú viven inmersos en él. Las preguntas que necesito hacerte son muchas y variadas. Escribo con bastante desorden, no me he disciplinado y voy borbotando interrogantes de uno y otro tipo sin reunirlas por temas, cronológicamente o de otra forma mejor. Pero sabrás comprender que mi desorden proviene de mi ansiedad y la ansiedad difícilmente se cura. Recuerdo que el poema que más me impresionó hace más de medio siglo fue el titulado simplemente “Madre”, y que tras sus innumerables lecturas también fui agregando conocimientos sobre esa mujer presentada como la diosa de la ternura. Y, naturalmente, al recabar algunas noticias sobre doña Zoraida también recogía datos sueltos sobre ti. No se trata de desvelar tu corta vida de treinta años y once meses. Ni de perturbar la dulce calma de muchos de tus versos o la dinámica vibrante, casi explosiva de otros, los que recibieron la magnífica transfusión de la cinematografía. Tampoco de iluminar indiscretamente la amable paz de tu confinamiento en el recuerdo, destrozando la delicia de que gozas de poder ver la realidad mundana desde la distancia infinita en la que te encuentras. Comprenderás, todo surge de mi incompetencia para alcanzar una buena investigación. No es curiosidad vacía, ni deseo de crítica de tu gran obra diminuta. Es lo que se llamaría necesidad de abrir caminos hacia los contornos de la verdad. Ya sabemos que llegar al centro, al eje mismo de la verdad no es posible, que ninguna verdad se da tan fácilmente, la verdad total y profunda siempre ha sido y será reacia a comunicarse con el ser humano. Permíteme que al hacerte las preguntas incursione por regiones divagatorias. Pasé por canales, túneles, galerías, que me alejan de tu realidad, de tu hermosa quietud en la memoria general. Por ejemplo, me emociona imaginar las dolorosas escenas vividas entre tú y tu madre. Una vivienda oscura, tétrica en un barrio desolado de Lima. La soledad desprendiéndose de esas copas de alcohol que ella iba ingiriendo. La pobreza emanando hasta de las paredes como una descarga de metralla que acribilla a dos seres indefensos. Ella, tu madre, una mujer aun joven que va cediendo físicamente por el tormento de la viudedad, la escasez económica, el roer de sus pulmones por la tuberculosis. Tú, un adolescente provinciano perdido en la capital. Un joven soñador que se niega a abrir los ojos a la realidad. La belleza de la madre, la pureza del hijo manchadas de miseria. Y en ese cubículo negro y atormentado se oye tu voz como la de una hermosa ave canora diciendo: “Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura”. ¿Cómo conjugar el horror y la belleza?. Tú estas pensando en ella dos o tres años después de esos aciagos momentos, cuando ya estas completamente solo, viviendo de pensión de mala muerte en pensión de última categoría. Y se te vuelve a escuchar: “A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso”. Qué poder magistral el de la ternura. Se mantiene sin mácula, intacta aun dentro de la peor desgracia. Has pensado en ella, has retrocedido tres años para volver a los Barrios Altos de Lima, a la vivienda húmeda y oscura, y sobre todo a ella dominada por la dipsomanía y la tuberculosis, el gran enemigo de la familia. ¿Y qué has visto? No ese vivir tumefacto de los pobres que más tarde te impulsaría a luchar contra los desniveles económicos que te rodeaban, viste con tus ojos de eterno niño que de sus manos volaban palomas blancas, y le dijiste emocionado: “ Porque ante ti callan las rosas y la canción”. Es impresionante cómo podías ver la dulce faz de la ternura, captar la dimensión del cariño maternal. Seguramente también sentir el delicado beso de ella sobre tu frente o la calidez de su mano resbalando por tus cabellos. Es como poder ver nítidamente las cosas y las personas dentro de la más rotunda oscuridad. No llego a aceptar plenamente la cronología de los dieciocho poemas que conforman tu único libro. Hay algunos de los fechados hacia 1923 que más parecen pertenecientes a los realizados en 1925. Tal los casos de “Cuarto de los espejos” o “Poema del manicomio”. La angustia que desprenden, el temor a la vida que emanan algunos de sus versos, tienen la contextura del pensamiento de un hombre mayor de 18 años. Te estás sintiendo acorralado en Lima, asfixiado, sin poder escapar de la trampa en la que has caído. Por eso preguntabas: “¿dónde estará la puerta?”. ¿Por eso hablas de “ser de madera”? Un ataúd negro sobre el que caen “hachazos de tiempo”. Sólo cuando leí “Poema del Manicomio” comprendí cómo pudo ser tu vida de joven huérfano en plena Lima que en comparación con tu Puno natal debía parecerte una metrópoli europea. Te asustaba todo. Te parecía que esa ciudad era un inmenso manicomio. Como si tras un sueño plácido despertaras en el corazón de la pesadilla y ese brusco cambio te hubiera hecho exclamar: “Tuve miedo / y me regresé de la locura”. Verdadero pánico de convertirte en “una rueda / un color / un paso”. La ciudad devora, tritura, uniforma. Comprendo tu actitud, cómo permitirle eso. No podías aceptar ser uno más. ¿Y tu sensibilidad? ¿ Y tus sueños deliciosos? ¿Y el tesoro de un mundo especial sólo para ti? No podías soportar ni el terror que te daba esa maquinaria de ruidos y movimientos esquizofrénicos, ni la amenaza de ser absorbido por un aparato insensible como ese. Pero esa locura agresiva que te hizo retroceder hasta tu ciudad serrana perdió sus rasgos de hostilidad, entiendo que la dominaste como se domina a una fiera. Como pretendiste dominar el hambre o las distancias que separan el Perú de la distante Europa. Hay, Carlos, varios aspectos de tu vida que no se reflejan en tu poesía. Ocurrieron cuando ya eras un hombre entregado a la política y prácticamente no escribías versos. Son episodios que han quedado en blanco o si te parece en negro, blanco y negro como las películas que tú veías en el cine Campoamor y en otros a los que llegabas casi siempre con amigos o el guardián de la entrada era por lo menos conocido tuyo. Episodios como el de la Zona del Canal donde te desembarcaron bruscamente. Como el tan desconocido de saber qué camino tomaste después del interrogatorio de la policía en Panamá y de la fuga que se dice emprendiste con la ayuda de un joven panameño de apellido De la Rosa, que tiempo después sería diplomático y discutiría con Estados Unidos el derecho panameño al Canal. No queda claro si llegaste a Veracruz o si reembarcaste en puerto Limón, en Costa Rica donde tenías amigos. Mucho menos ese bello capítulo de tu vida que ha quedado encerrado en una sola frase, querías tener una camisa colorada. Se te negaron tantas cosas en la vida que una más no te causaría angustia, tal vez rabia, pero ya eran tiempos en los que la fuerza de tus iras se había atenuado. Tu organismo estaba seriamente mermado. Una lástima que no pudieras escribir ya estando en Europa. Que no tuvieras con quien hablar, a quién contar tus confidencias. Ahora sabríamos exactamente por qué te desembarcaron en la Zona del Canal. Desde qué puerto centroamericano volviste a hacerte a la mar para llegar a Francia. Y sobre todo, en qué momento se te ocurrió lo de la camisa colorada y si sólo fue deseo frustrado o efímera realidad y la camisa estuvo en tus manos pero desapareció tan presto como había llegado. Lo que se sabe es que la policía norteamericana de la Zona del Canal te creyó un evadido de la policía peruana. Que te retuvo y fuiste a dar a una especie de campo de concentración de donde escapaste cinematográficamente gracias a ese joven llamado De la Rosa, que me escribió a mí una carta en los años 60 contándome los detalles de esa fuga. Pero no hay versión tuya ni de nadie más. Esa carta es el único certificado de que llegaste a ese país del istmo, que de su capital recorriste por carretera los necesarios kilómetros para alcanzar la ciudad de David, en el límite con Costa Rica, ¿y después?. He ahí el tan hermoso como egoísta biombo que oculta tus pasos posteriores. ¿Y de tu llegada a La Rochelle, el puerto al que te llevó el nuevo barco al que subiste en Puerto Limón o en Veracruz? Todos hemos vivido de suposiciones acerca de tu entrada en tierra francesa. Un puerto hermoso como es el que hemos mencionado. Un tren y hasta París. ¿Era octubre o noviembre? ¿estuviste en la soñada por ti capital de Francia una semana, dos, tres? Sólo se sabe por Raúl Porras Barrenechea, por el poeta amigo tuyo, Enrique Peña Barrenechea y por algún amigo más que fuiste aconsejado para trasladarte a Madrid. Que quien aconsejó fue el Ministro peruano en París, Francisco García Calderón. Incluso han llegado hasta nuestros días las palabras no exactas pero sí equivalentes a ese consejo : “Vaya a España, allí ahora piensan como usted”. Se refería al pensamiento político. Había caído la monarquía y se vivía un clima de libertad. La izquierda caminaba a paso firme. Pero tú, Carlos, ya no tenías pasos, ya estabas quebrantado por tu mal. Imposible disfrutar de ese ambiente que era el que tú habías pretendido para el Perú. Se supone que te trasladaste en tren de París a Madrid. Que alguien te esperaba en la estación de Atocha. Que ese alguien te llevó primero a alguna pensión o pequeño hotel, y de ahí a los dos días o tal vez a las veinticuatro horas al hospital San Carlos. Nada de conferencias, de reuniones con políticos comunistas españoles, nada de fusil y barricadas, Debiste llegar a España muy a finales de diciembre de l935. Estar internado en el hospital San Carlos perteneciente a la Facultad de Medicina y situado donde se halla actualmente el Museo de Arte Reina Sofía, alrededor de un mes o mes y medio. Luego vino el doloroso traslado a Navacerrada tan bien relatado por carta de Raúl Porras agregado cultural de la Embajada peruana en Madrid, al poeta Peña Barrenechea, su primo, en Lima. Podría preguntar de dónde salían tantos conocidos que te esperaban en los puertos y en las estaciones de ferrocarril, pero creo que es obvia la pregunta. Tu partido, el partido comunista te había premunido de cartas para utilizar a lo largo de tu camino. Por eso un puertorriqueño, tal vez poeta, y de apellido Delgado fue quien te trasladó, se asegura, al hospital de Madrid. Debió haber sido también quien avisó a la Embajada peruana. Al hospital San Carlos no acudieron muchos peruanos a visitarte. No hay una lista de visitantes pero se sabe que fueron escasos. Tal vez no estaban informados. Tal vez sus ocupaciones les impedía ir a verte. Pero sí se sabe, siempre gracias a Porras Barrenechea, que tú clamabas noche y día que te cambiaran de hospital, de ambiente, que culpabas a ese lugar de sentirte tan mal. Y fue por ese continuo quejarte que Porras consiguió sitio para ti en el Sanatorio de Guadarrama, especializado en atención para enfermos de las vías respiratorias, y que estaba en una población situada a unos 70 kilómetros de Madrid llamada Navacerrada. La descripción que el agregado cultural de la embajada peruana hace de ese traslado en un auto cedido por una dama española, es patética. Previamente el médico que trataba al poeta había advertido que consideraba una imprudencia trasladarlo, que podía morir en el camino. La muerte no te asaltó en el viaje. La espantaste en cuanto estuviste en el nuevo Sanatorio, pero ese alejamiento de tu final duró poco. Todo fue emoción, ansias de derrotar a la vieja dama. Habíamos quedado en que deseabas fervorosamente una camisa de color rojo. Algunos dicen que para lucirla llevándola sobre tu torso, otros que era la prenda de vestir que querías de mortaja. Se fabula mucho al respecto. El rojo molesta a muchos, acerca y complace a otros. Por ejemplo Mario Vargas, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos, en Caracas, en 1967, tomó como referencia de gran creyente en la literatura a nuestro poeta, lo rodeó de elogios, le construyó un hermoso altar de palabras. Todo giró en torno al fervor de Oquendo por la poesía y a esa camisa colorada que tanto ansiaba. En ese tiempo, cuando Mario habló con tanta emoción de Carlos, no se sabía con exactitud la fecha de su muerte y aun no se delimitaba la horrible explosión de la guerra civil española con el triste transcurrir de la vida de Oquendo. Eran momentos en que se desconocía la existencia de su tumba. Y en los que se creía sin atenuantes que la camisa roja sí había existido. Se sabe, Carlos Oquendo, que pasados esos momentos de euforia que tuviste en el Sanatorio de Navacerrada, y en los que te creíste curado, vino el descenso rápido y funesto. Y que empezaste a clamar nuevamente por el traslado a otro hospital. Has de convenir en que la paciencia de Porras Barrenechea contigo era infinita. El comisionó al estudiante de medicina peruano Enrique Chanyek para que te visitara y realizara los trámites para un nuevo cambio. Pero cuando este joven estudiante llegó a Navacerrada lo único que le dijeron fue que la persona buscada ya no existía, y que podía llevarse sus pertenencias, que se reducían escasamente a una maleta. Así se lo relató Chanyek muchos años después a Juan Mejía Baca, y éste me escribió con copia de ese relato que aun conservo. La vieja maleta de Oquendo contenía aparte de escasas prendas de ropa interior un ejemplar de El Capital de Marx, no había nada más. Nada, por supuesto, de camisa colorada. Pero quién te puede discutir Carlos Oquendo, que no existió la camisa bermeja o encarnada que tanto deseabas, quién puede decir que no te la pusiste en tu último día de vida común (no hablemos de la vida especial que aun mantienes). Por supuesto que se acepta que hiciste ese último viaje con la camisa colorada puesta y que Vargas Llosa no se equivocó del todo. Había mencionado tu herencia con sonora admiración y dijo con voz vibrante: “Dejaba en el mundo una camisa colorada”. La diferencia estriba en que no la dejaste te la llevaste contigo, puesta, naturalmente. ¿Y tu maleta? Chanyek la entregó en la embajada. Tú tía Leonor recibió sólo la triste noticia. Recuerdo el momento, miró hacia el cielo como queriendo verte, luego debió recapacitar y dejó de mirar hacia donde no podías estar. En el poema “New York” sentencias con toda claridad a través de un verso lo siguiente: “Nadie podrá tener más de 30 años”. Esto me da pie a hacerte una pregunta tal vez macabra. ¿Te acordaste de ese verso un mes antes del 17 de abril fecha en la que hubieras cumplido treinta y un años? Era el 10 de marzo el día que el estudiante Chanyek fue a Navacerrada para iniciar las gestiones de tu nuevo traslado. También llama la atención un verso del poema “Mar”. Se supone, lo decían tus amigos, tus parientes, que había tristeza en tu mirada, aunque no faltaba quienes se referían a ti como un muchacho con gran sentido del humor. Esa dualidad tan dispar debió ser la que te llevó a escribir :”Se prohibe estar triste”. Si nos dejamos guiar por los cuadros tétricos de tu salud, tus viviendas y tu frugal ración alimenticia diaria la advertencia contra la tristeza desentona. Evidentemente, se trata de utilizar la otra vertiente de tu comportamiento, la del sentido del humor que aparece en varios de tus poemas. Y que muchas veces la utilizaste para burlarte de ti mismo. Quién sabe si era una receta para evitar estar triste.

(Fin de la primera parte)

acerca del autor

Carlos Meneses, nació en Lima. Estudió Letras en la Universidad de San Marcos. En Europa desde 1961, se instaló en Mallorca en l964. Periodista de profesión y escritor. En 1958, obtuvo el premio Nacional de Teatro del Perú con "La Noticia". Obtuvo 3 accesit en concursos de cuentos. Publicó cuatro novelas: “La muchacha del bello tigre” (Gijón, 1983), “Bobby estuvo aquí” (México, 1990), “El amor según Toribia Ilusión” (Barcelona, 1994), “Huachos rojos” (Lima, 1996) y “A quién le importa el prójimo” (México, 2000). Ha escrito muchos libros de investigación sobre la vida y la obra de Vallejo, Borges, Asturias, J. Guillén y Rubén Darío. En 2004, su novela "Edén moderno" obtuvo el Premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez-Ciudad de Valencia. Su libro de cuentos "Lo que puede un pianista" recibió en 2005 el Premio de cuentos Ciudad de Peñíscola.