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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
4 10 2005
Olga Luna: Residencia en la Tierra, por Hélène Lassalle

Joël, Kiko, Robert, Tatan, Gregorio, a sus compañeros del taller de Magdalena y a aquellos que dedican su vida a darle vida.

“¿Es mi rostro?”. Tomás, desconcertado, da vueltas a la máscara en sus manos. Su expresión vacila entre el placer y la inquietud. Ahora le toca trabajar a él. Se inclina sobre el amigo que acaba de tumbarse, con los ojos cerrados y el rostro orientado hacia él, rodeado por una ancha tela de protección como en un campo operatorio. Tomás aplica con delicadeza una capa de aceite por toda la superficie visible de la piel, antes de extender la escayola fresca que ha mezclado en un cuenco, teniendo la precaución de hacer un orificio en cada ventana de la nariz para pasar un tubo para respirar. Cada uno hace la máscara del vecino, por turnos. He aquí su impronta, su huella viva, sus rasgos reales ahora plasmados. Y cada uno puede verse tal como le ve el otro. Este soy yo, y aquel que está allí eres tú. Te reconozco. En el taller, se palpa la concentración. Cada uno se dedica a repetir los gestos siguiendo las indicaciones de la artista, y por orden. La obra de arte exige método y minuciosidad. Progresa en cada sesión. Las máscaras se suman, rostro tras rostro, y cada una afirma una identidad. Tomás tiene catorce años, pero con su aspecto de antiguo camionero que las ha visto de todos los colores, y su rostro marcado, representa muchos más. Algunos muestran desagradables cicatrices, cortes de navaja o marcas de antiguas fracturas. Pero, de repente, una broma o una palmada en la espalda, provoca las risas. Los ojos de un crío feliz se iluminan, la infancia inmediatamente a flor de piel. Tienen entre cinco y quince años. No tienen edad. Todos han sido privados de su infancia. Entre ellos ignoran los juegos. Han conservado de la violencia de la calle, constantemente al acecho, los reflejos de la sospecha y del rencor. Sólo conocen la defensa, pero también la defensa en forma de ataque. Más vale disimular, los hechos, los nombres, las fechas. No dar motivos. Todo se puede decir y negar. De un momento a otro, del día a la mañana. De todas formas, lo real se oculta. No hay nada estable y nada es seguro. Mañana no existe. ¿Habrá alguna vez un mañana? ¿Y de qué puede estar hecho? Si no llega nunca, no hay nada menos seguro, sólo puede ser tan incierto, tan difuso y peligroso como lo era ayer. Entonces, las palabras también son inestables y los relatos se transforman, según el momento o el interlocutor. Un nombre nunca es definitivo. En un mundo sin futuro, en una tierra sin deseo, ¿qué sentido puede tener decir “yo”? Las máscaras de la escultura identifican los rostros de los niños. Hablan de su identidad que rechazan sus palabras. A lo largo de una infinita serie de “ayeres”, de “hoys” y de “mañanas”, la escultura también expresa un deseo: al menos el de su finalización, verla terminada. La escultura exige deberes y, en primer lugar, el de volver. Cada gesto requiere tiempo. Cada gesto debe realizarse en su tiempo: el tiempo de la preparación, del secado, del moldeado, del labrado, del ensamblaje, el tiempo dedicado para el trabajo del otro, dejarle su lugar e incorporarle al suyo, el tiempo del artista que explica, guía, remata. Volver, obedecer. Conocen la regla. Han venido para eso: aprender a volver. Y aceptar los puntos de referencia que distinguen los lugares y las horas. Lo inestable, porque nada tiene importancia, aquí se estabiliza. Los niños de Magdalena son libres. Vienen por sí mismos, impulsados por un deseo, confuso sin duda pero preciso, de encontrarse y descubrir esta palabra: “pertenezco”. Lucy Borja fundó la casa de Magdalena con financiación sueca a través de la ONG Generación, Instituto de investigación, promoción y comunicación social, asociación sin fines de lucro dedicada a la defensa de los derechos del niño y al apoyo al niño y a la juventud. Ha organizado un internado de puertas abiertas para los niños de las calles de Lima. Bajo la dirección de Enrique Jaramillo, los profesores imparten las clases. Niños de todas las edades, cuyos orígenes son visiblemente los más variados y los más mezclados, con sus pieles negras, amarillas, blancas, cobrizas o mestizas y sus rasgos étnicos tan diversos, sedentarizados y escolarizados, descubren allí una socialización estructurada y adquieren un conocimiento. Allí viven ochenta, y en total la frecuentan ciento cincuenta - a veces el terror a estar encerrado es más fuerte. La puerta siempre está abierta y a menudo los niños permanecen agrupados fuera. Olga Luna, artista peruana residente en París, ha propuesto un proyecto que responde a este deseo de formación y socialización. Su realización ha durado tres años bajo la dirección de la profesora de arte Rosa Rodríguez-Prieto. El resultado es un mural de 100 cabezas a tamaño natural en ligeras cajas de madera. Olga Luna ha elegido los materiales más comunes y más económicos: la escayola y el barro. Los jóvenes aprendices se han mostrado asombrosamente receptivos. Han comprendido que se requiere disciplina para los procedimientos de fabricación, empezando por el respeto al material. El barro fresco es blando y se deforma fácilmente. Cuando se seca, se rompe. Los niños se han adaptado a la organización de un trabajo colectivo duradero. Tan lejos de la anarquía caótica y violenta de la calle, juntos han aplicado una experiencia práctica en la repetición atenta de gestos controlados. Una forma de descubrir la confianza en sí y en el otro. Porque, para elaborar la obra y finalizarla, han dado muestras de deber y de respeto, tanto con las cosas como con los compañeros o profesores, olvidando por un momento la reivindicación recelosa de sus derechos, entre ellos y respecto a los adultos, esta tentativa constante de calmar el dolor siempre presente de heridas predispuestas a volver a abrirse. La obra de arte es el rostro del otro, de la que se vuelve responsable quien la crea. Así pues, en el taller hay rostros y hay barro. El barro no vale nada. Hay en todas partes, como los árboles en el bosque. Tomás procede del bosque. Quería ser jardinero. Pero su esperanza no duró mucho. Dice que ha venido por el barro; porque lo conoce. En el hueco del negativo de escayola aplica la masa de arcilla. Desmoldado, el rostro ha cambiado el blanco mortuorio de la escayola por el color carne, suave y rosado de la arcilla. Se coloca en la cuna de una caja de madera, fijado sobre un fondo de masilla. Caja contra caja, como se monta un muro. Un muro de rostros. Sobre cada párpado cerrado, una bola negra, como una pupila. La máscara adquiere una mirada extraña. Sus rasgos son reconocibles, pero su mirada es otra. El objeto escapa. Se vuelve obra. Un día, Tomás trajo un saco lleno de arcilla. “La reconocí por su color. Es flexible. No se rompe, es fácil de trabajar”. Tomás no se ha contentado con repetir los gestos aprendidos. Esta obra es la suya. Va a buscar en los taludes, en los descampados, la materia para amasarla. De las zonas de abandono o de violencia para sobrevivir también es posible traer la materia para realizar la escultura y hacer trabajar al grupo. Actuar, para construir. En París, Olga Luna ya ha realizado rostros de barro. Después de las pinturas de barro, ha hecho máscaras. Ha expuesto varias veces un mural de cien cabezas, con el mismo principio que el mural de Magdalena, con la diferencia de que las cabezas son más pequeñas y los rostros han sido inventados. No se parecen a nadie. También fotografía estas cabezas reducidas con los ojos brillantes, que son botones de botas, y las presenta ampliadas, como retratos. Paralelamente, Olga Luna trabaja sobre el tema de Arlequín —estas cabezas, en el fondo, ¿no eran ya cabezas para Arlequín?— El Arlequino de la Commedia dell’arte es el criado de las mil astucias y de facetas tan numerosas como los abigarrados rombos de su librea, el que desempeña todos los papeles, el inventor de situaciones, al que nunca le faltan recursos, el hombre de todas las posibilidades y, por tanto, un espejo para todo el que se mira en él. Cien cabezas o una cabeza, es lo mismo. Es una y todas a la vez. Y cien las simbolizan todas. El mural con cien cabezas es un espejo. Cada transeúnte puede reconocerse en él. Por el contrario, las máscaras de Magdalena podrían ser reconocibles. Han plasmado rasgos vivos. Sin embargo, la mirada fija de sus ojos de cristal ya las ha hecho extrañas a sí mismas y a los padres de las cabezas de Arlequín. Al realizar su propio retrato, los jóvenes aprendices del taller de Magdalena han erigido para nosotros nuestro espejo, el que ha querido ofrecernos el artista que lo ha imaginado. Sus rostros también son los nuestros -habrían podido serlo de todas formas si el azar nos hubiera hecho nacer como ellos, en aquel lado de la historia. La obra de arte nos observa y adquiere vida en nuestra mirada. La representación que se nos ofrece sólo nos conmueve cuando encontramos en ella algo que nos afecta. Crear una obra es dar algo de sí mismo y proponerlo al otro para que lo haga suyo. Los gestos repetidos por los niños y la arcilla que han escarbado en los terrenos de Lima, han creado una escultura. A partir de ahora, pertenece a aquellos que la miren, a aquellos que la expongan. Sin embargo, seguirá hablando de aquellos que la han hecho. Más tarde, cuando sus rostros se hayan arrugado, cuando sus rasgos hayan cambiado, también ellos serán extraños a la escultura, como lo somos nosotros, nosotros los espectadores, pero conservará la huella de su juventud. Y continuará su itinerario. Algún día, los conservadores o los críticos de arte la presentarán con un cartel y un catálogo con el nombre de un lugar y una fecha: “Magdalena, Lima, 2002”. Tendrá un valor de seguro, un precio en el mercado del arte. Ha nacido de un proyecto. Se ha hecho de sueños, de tiempo, de barro y de atención. Se ha convertido en obra. Tiene un valor estético, comercial y simbólico. ¿Qué pensarán entonces los pequeños artistas de Magdalena si, por casualidad, en una revista cae bajo sus ojos una reproducción de la escultura? “Era yo, y soy yo quien la ha hecho”. ¿Qué sentirán? Su participación es una de las dimensiones de la escultura. Le da sentido, inscrito desde su concepción por Olga Luna, y crea un vínculo, ya irreversible, entre ellos y nosotros.
acerca del autor
Hélène

Olga Luna (Lima, 1947) reside en París desde 1972. Hizo estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima y empezó su carrera artística haciendo decorado para el teatro. Fascinada por la cultura psicodélica a comienzos de los años setenta, partió lejos de su país para nutrirse de imágenes, paisajes y rostros de Latinoamérica, de Nepal, de India, Irak, Irán y Afganistán. (Foto de la viñeta: P. Tohier Photomobile)