Arte
2 5 2006
Un viajero inmóvil: el Aduanero Rousseau, por Héctor Loaiza
La vida y la obra de Rousseau están matizadas de mitos creados por él o por sus admiradores. En realidad nunca fue aduanero sino empleado en la Oficina de Arbitrios, encargado de controlar el arribo de productos de primera necesidad a París. Autodidacta y provinciano, le fue bastante difícil conquistar los favores de los críticos académicos y al exigente público parisiense. El Aduanero fue un artista marginal: frente al arte oficial al cual quería asimilarse pero éste le negó reconocimiento y frente a la vanguardia artística que lo acogió como a uno de los suyos, pero con un poco de condescendencia. Desde sus inicios, su arte fue tildado de “ingenuo”. Pese a esforzarse en hacer retratos y paisajes según las normas de la pintura académica, se le reprochó el estilo y el candor de sus lienzos. Mientras los poetas y los pintores de vanguardia aceptaron su arte por razones inversas. Su candor (André Breton hablará de “piedra angular de la ingenuidad”) se convierte en prueba de pureza y su falta de “oficio” será adoptada como programa. “El secreto de Rousseau” escribió Breton, “no puede residir enteramente en este candor presumido sin límites del cual se cita hasta la saciedad los trazos desarmantes. Sólo sirve de pantalla —elegida, seguramente— al flujo magnético que, de la obra pictórica de Rousseau, se proyecta hacia nosotros y que considero única e inherente a su obra.” (1) En lo que atañe al flujo magnético, el profesor de arte francés, Pascal Rousseau se plantea la pregunta ¿El aduanero Rousseau, ingenuo o espiritista? El artista estuvo fascinado por la idea de la comunicación entre el mundo de los vivos y el de los muertos y adhirió a la cultura de final del siglo XIX, de la asimilación del arte a la hipnosis. El aduanero —de acuerdo con Pascal Rousseau— practicó en sus lienzos el mecanismo de la “fijación distraída”: “En el centro de una composición muy densa, un punto de fijación más intenso capta el ojo del espectador. Es el caso de las junglas de Rousseau, muy tupidas, con siempre una luna, un sol, el ojo fijo de un fauno o una figura embrujadora, figuras del éxtasis, del dominio extático de la mirada, mediante los cuales el cuadro ejerce su dominación.” (2) Por la originalidad de su obra, el Aduanero ganó la admiración de artistas como Pissarro, Gauguin y Seurat. Tras haber pintado retratos, paisajes y escenas de la vida parisina, Rousseau se inspiró en temas oníricos y su estilo adoptó un exotismo personal. En 1891, abordó temas como los peligros y la agitación de la jungla, con un cuadro cuyo título es “¡Sorprendido!”, en el que representaba a un tigre al acecho en medio de una selva lujuriante y bajo una tempestad tropical. “Agazapado —ha escrito Catherine Guillot, curadora de la exposición— , entre los arbustos, en los cuales parece haberse confundido, el felino está listo para abalanzarse sobre su presa. Aunque ésta no aparezca en el lienzo, Rousseau confirma, en sus escritos, su presencia en los ojos del felino.” (3) Su arte estuvo obsesionado por las formas monumentales. Su “Autorretrato-paisaje” pintado en 1890, a la edad de cuarenta y cinco años, representa su primera obra maestra. El crítico de arte, Gilles Plazy ha escrito: “La torre Eiffel no tenía todavía un año cuando Rousseau la pinta en su autorretrato. Y ha hecho de ella el eco vertical de un puente de hierro. Cuando la tendencia de los impresionistas era ir al campo, el Aduanero pinta el nuevo rostro de una ciudad que está descubriendo la arquitectura metálica...” (4) Se muestra como una figura imponente y en una actitud hierática; con boína y sosteniendo la paleta y el pincel, aditamentos infaltables a la visión ingenua que tiene del “artista” de su época. Su silueta se destaca por encima del río Sena, de un barco, del puente, de los techos y de la torre Eiffel, mientras que en el cielo se observa el vuelo de un globo aerostático. En la mayoría de sus retratos y en sus grupos concede a sus modelos y objetos una desproporción voluntaria. En el retrato del escultor húngaro, Joseph Brummer, se comprueba una vez más la actitud mayestática del modelo y la cabeza más imponente que el resto del cuerpo. Esto ha sido interpretado —por algunos críticos— como una “torpeza” más del artista, una falta de oficio y de formación académica, pero resume su intención de monumentalidad. Algunos lienzos de Rousseau, especialmente sus retratos de niños, anuncian el gigantismo y la “gordura” de los personajes de Botero. En su cuadro “Para festejar al bebé” (1903), en el centro de un jardín, con césped, flores y árboles, el niño, de cuerpo rollizo y desproporcionado, semeja estar plantado en el suelo. De frente, el bebé sobresale por su talla y su volumen corporal. Mantiene con la mano izquierda, el brazo alejado del busto, un polichinela y con la otra mano, repliega su camisa en la cual se encuentra un ramo de flores. Con este lienzo, ofrece una mirada innovadora. Ante la aparente simplicidad de la composición, una fuerza emana del diseño. El resplandor inédito de los colores y la representación deformada del modelo reflejan la voluntad de construir su propio universo. Testigo de su época, entre los siglos XIX y XX, Rousseau era un cronista pictórico que continuaba solazándose en pintar imágenes “modernas” de la capital francesa: chimeneas de fábricas, construcciones metálicas, dirigibles y los primeros aviones. Sus paisajes urbanos están poblados de solitarios caminantes, testimoniando de este modo la “incomunicación” de los habitantes de las grandes urbes industriales. Individuos elegantemente vestidos se pavonean en el cuadro “El jardín de Luxemburgo” (1909) como en un paseo dominical. Los espectadores se evaden de la vida cotidiana, debido a la visión serena que exhala de ese lienzo, opuesta a la agitación urbana. No era pues tan inculto —como su detractores querían demostrarlo—, al contrario, poseía una abundante cultura, un tanto desorganizada. Rousseau estudia y asimila las imágenes de los salones, museos de pintura y en el Museo de Historia Natural buscando modelos de animales para sus propias composiciones. Devora con su “mirada” siempre ávida, las ilustraciones de revistas especializadas sobre paisajes exóticos y se “nutre” con las imágenes de los relatos de viajeros célebres. Los críticos han descubierto que algunos de sus leones son calcos de los grabados de un álbum para niños editado por las Tiendas Lafayette. El Aduanero perennizó una época con un estilo inédito al de los artistas de su generación. Gauguin, el patafísico Jarry y el poeta Guillaume Apollinaire intentaron en vano hacer reconocer el genio pictórico de Rousseau por el ambiente artístico parisiense. Su lienzo “La gitana dormida” (1897) era la obra más grande que nunca antes expuso. Dentro de un paisaje exótico, reúne de una manera original un león y una mujer, pintados siguiendo las normas académicas. Pero el cuadro no recibió los elogios de la crítica ni de las autoridades oficiales. El equilibrio formal, la alteridad de sus colores y la armonía entre el contenido y la forma hacen que este lienzo sea una de las obras maestras de la pintura contemporánea. Bajo la luz irreal de la luna, la gitana dormida al lado de una mandolina y empuñando el bastón de los peregrinos es visitada, en la soledad del desierto, por el león de cabellera desordenada. Como un auténtico visionario, el Aduanero sugirió la dimensión inconsciente del alma humana que hechiza a través de los simbolismos y cautiva la “mirada” del espectador. Otro cuadro, “La guerra”, el mismo artista ha comentado la obra: “... La guerra pasa espantosa, dejando desesperación, lágrimas y ruinas por doquier”. La guerra está mostrada como una mujer harapienta, con una cabellera negra y desgreñada, blandiendo en la mano izquierda una antorcha humeante y en la derecha, la espada que —en sus aspectos negativos— encarna el símbolo de la destrucción, arma apocalíptica. Montada como una amazona en un caballo tenebroso y desembocado, atraviesa la llanura cubierta de cadáveres, picoteados por retintos cuervos. A veces mutilados, los cuerpos sin armas ni uniformes representan a la humanidad entera. Los colores son primarios y agresivos: negro, blanco y rojo. En un cielo de nubes rojizas, los árboles derribados muestran sus hojas negruzcas y el cortejo siniestro de los pájaros maléficos, sugieren la pavorosa amenaza. “Olvidando pese a todo la anécdota ” —observa Catherine Guillot—, “desdeñando lo narrativo, el Aduanero produce una obra monumental tanto en la forma como en el contenido. Mediante esta pintura amalgamando la síntesis con los aspectos decorativos, renueva el género de la alegoría...” (5) El mismo Picasso, cuatro décadas más tarde, recurrirá al simbolismo del caballo para ilustrar la ignominiosa masacre de Guernica. Los “paisajes exóticos” de Rousseau no son transcripciones de la realidad, sino visiones interiores. Con sus “junglas” de vegetación lujuriante y exóticas representó los combates y el desencadenamiento de los instintos animales. Concebidos como grandes decorados que ocupan la totalidad de los lienzos, sin vacío ni profundidad. El dibujo de flores y plantas es estilizado, la línea precisa y los colores parecen ser inventados. A través de sus “selvas”, el artista llegó a dominar poco a poco el color: la utilización de los diferentes verdes, luego los blancos y al final, la explosión de rojos, amarillos y azules. Su arte es reconocido definitivamente en 1910, algunos meses antes de su desaparición, al exponer el lienzo “El sueño” en el Salón de los Independientes. En este cuadro consigue aliar lo onírico y lo real mediante la escenificación de la mujer desnuda y acostada sobre un canapé. La selva virgen está poblada de animales salvajes que han sucumbido al encanto de la música de un misterioso flautista andrógino que permanece en la sombra. Cristaliza la síntesis de las búsquedas de Rousseau sobre la composición, el espacio, la forma y el color. Al morir en setiembre de ese mismo año, el Aduanero no era rico, pero había conquistado un merecido renombre. Después, su reputación de artista innovador y precursor del arte moderno creció aún más, hasta conseguir que sus obras ingresen en los museos más importantes del mundo. El espectador no permanece insensible ante la composición de sus lienzos y al estallido de sus colores que se armonizan entre ellos y que contagian una visión alegre y complaciente del mundo. Admirar los cuadros de Rousseau es como escuchar un concierto callejero de una banda de músicos que con sus instrumentos de viento crean una atmósfera de fiesta. El Aduanero aportó un soplo nuevo a la representación estética, con un estilo propio, mezcla de arcaísmo y modernidad, que fascinará a la vanguardia, de Picasso a Delaunay y a Kandinsky. Notas (1) “Le surrealisme et la peinture” por André Breton, Folio Essais, París 2002. (2) “Le Douanier Rousseau, naïf ou spirite”, entrevista a Pascal Rousseau, por Pascal Jover, revista Connaissance des Arts, París, abril, 2006. (3)”Le Douanier Rousseau. Jungles à Paris” por Catherine Guillot, album de la exposición, Galerias Nacionales del Grand Palais, París, marzo, 2006. (4) “Le douanier Rousseau, un naïf dans la jungle” por Gilles Plazy, Découvertes Gallimard, París, 1999. (5) Op. cit. galería
acerca del autor
Henri Rousseau, llamado el “Aduanero”, nació en 1844 en Laval (Francia) —como su amigo el dramaturgo Alfred Jarry— y murió en París en 1910. Estudiante mediocre, abandonó sus estudios secundarios y trabajó en el estudio de un abogado en Angers. Después de haber hecho su servicio militar, obtuvo un puesto en la Oficina de Arbitrios de París. Artista autodidacta, su cargo le permitió consagrarse al dibujo y a la pintura. A partir de 1886, expuso con regularidad en el Salón de los Independientes. En 1893, se jubilará anticipadamente para consagrarse al arte, destacándose por su talento, su composición y su don de colorista.
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2 10 2020