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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Homenaje
5 12 2006
Una infancia caótica (fragmento) por Carmen Bernand

Todo era llanto, grita, voces, alaridos y confusión. Garcilaso, La Florida del Inca, I, 7.

Apenas había nacido, su madre lo sumergió en el agua, y la vida, para él, significó primero ese frío que lo arrancó brutalmente de la tibieza del vientre materno. Es posible que ella hubiera querido, excepcionalmente, cuidar ese cuerpo tan menudo y que hubiera tomado en su boca un poco de agua para escupirla suavemente sobre el niño con el fin de alisar y volver a tensar sus músculos. No, ella no le lavó la cabeza, evitando la siniestra fisura de las fontanelas por donde la muerte puede infiltrarse por descuido. Esas precauciones eran muy necesarias para acostumbrarlo a soportar los rigores de la ciudadela fría. Luego lo envolvió con el pañal que apretaba sus brazos tan tiernos. La placenta —su doble— fue enterrada en el suelo junto con el cordón umbilical, lazo íntimo mediante el cual acababa de ser unido a la tierra. De esos momentos aunque capitales, no tendrá nunca un recuerdo preciso, sólo sensaciones difusas que él descifrará apenas a lo largo de su existencia. Mucho más tarde, un informe conciso sobre el nacimiento y los cuidados prodigados por los Incas a los recién nacidos dará una mirada distante y glacial sobre esas prácticas (1). Durante sus tres primeros meses, sus brazos se quedaron aprisionados en los pañales, tan rígidos como los de las momias ancestrales. No era más que ojos y boca sobre los que su madre se inclinaba tres veces al día, y sólo tres, para amamantarlo. Apenas había nacido y ya estaba casi muerto, esperó a que su seno le acariciara los labios. Un seno que no pudo rozar con sus manos, pero del que sintió sin embargo la dulzura y el aroma que le perturbaban. A ese seno ofrecido y que luego desaparecía por un tiempo indefinido, lo llamaba en vano con su llanto, pues ignoraba aún que los suyos, los humanos, siguiendo el ejemplo de los animales, no dan de mamar a sus crías en cualquier momento. Pero, desde que el seno reaparecía, inundaba de luz su existencia como un sol. La lengua quechua posee un nombre —mamantin— que traduce esta fusión del niño y su madre. El tiempo es una eternidad para un bebé atado a su cuna de madera. Isabel Chimpu Ocllo ya no quiere dormir con el padre, Sebastián, por miedo a que al contacto con su semen su leche se dañe y que el niño se vuelva enclenque, o peor aún, un “marginado”. Por otra parte, el capitán se fue a vigilar su cultivo de coca a Tapacri. Bajo el ojo vigilante de Alcobaza, Chimpu Ocllo es reina de su casa. Las piernas del niño se alargan, es tiempo de liberarse de su suplicio de pañales para explorar el vasto mundo. Conoce entonces la matriz de la tierra. Durante el día, cuando los adultos no están disponibles, lo deslizan en un hueco tapizado de mantas para impedirle caer, y sobre todo —Alcobaza es ajeno a esas cosas— para que las fuerzas telúricas lo puedan irradiar, según la tradición inmemorial. Pese a que todo ser nazca de una mujer, no es por eso que sea menos autóctono, una planta humana o un mineral animado salido de la tierra, dotado de una partícula de esta potencia fecundante. Ahora que sus brazos están libres, puede jugar con lanas y ruecas, divertirse con trozos de hilo o granos, observar el hormigueo de los conejillos de Indias, los cuyes de ojos rojos que las mujeres de la casa crían en la cocina. Cuando se desplaza gateando, en busca del seno de Isabel, ella lo hace mamar de rodillas, sin tomarlo nunca en sus brazos. ¿Para qué mimarlo? En Cuzco sólo sobreviven los seres aguerridos. Ya caminaba cuando, un día, Isabel escondió definitivamente su seno bajo su vestido de lana. En lugar de la tan querida leche, le dieron una papilla de maíz que tuvo que engullir, tal era su hambre que le crispaba las entrañas. Desde entonces, balbuceaba la lengua de su madre que, en la boca de niños y jovencitas, pierde su sonoridad ronca y parece un gorjeo. Su madre no comprendía castellano pero Alcobaza intentaba inculcarle palabras españolas para beneplácito del capitán. Un día todos los parientes maternos del niño vinieron a visitarlo. Con un cuchillo de piedra —las tijeras son todavía objetos raros—, cada uno cortó un mechón de su larga melena desgreñada e hizo un voto. Se bebe chicha que Isabel ofrece en los vasos pintados de sus abuelos. Aunque bautizado con el nombre cristiano de Gómez Suárez, es fácil eludir la vigilancia de Alcobaza, y le imponen otro apellido que no revelará jamás: el de un ancestro o de una huaca, fuente original de su vitalidad, su Providencia. Isabel cambia también de nombre, ya que de ahora en adelante tiene el estatuto de madre de ese niño. Quizá le dieron el de Suárez, en homenaje a su hijo, sin saber muy bien a que correspondían los patronímicos españoles. En todo caso, es bajo la identidad de Isabel Suárez que dictará, años más tarde, su testamento. Sí, escribirá su hijo más tarde, “los Incas criaban a los niños de manera extraña” (2). Entre los niños que vivían en la casa o en sus dependencias se encuentra Francisca de la Vega, una hija que el capitán había tenido con la palla María Pilcosisa y que él había reconocido (3). Francisca es para él una pana; para ella, él es un tora. Cada sexo tiene su vocabulario y su universo. Equivocarse de palabra, emplear una en vez de otra habría hecho de él una mujer y provocado la burla de todos. Con la lengua quechua, es también un orden del mundo, un tipo de relaciones, que recibe pese a la educación que le transmite Alcobaza. ¿Quiso a la pequeña Francisca? ¿O acaso la relegó a sus juegos de pana, al universo ahumado de la cocina y al movimiento sempiterno del hilado? Diego de Alcobaza, el hijo mestizo de su preceptor, es para él un compañero mucho más agradable, así como otros chicos que vienen a juntarse a la gente de la casa del capitán. El acero y la rueca Las largas ausencias del padre lo acercaban a su madre y a sus parientes incas. En otra parte, en la ciudad de los Reyes magos (4), la lejana Lima, el gobernador don Francisco Pizarro acababa de ser asesinado por el hijo mestizo de Diego de Almagro, quien vengó así la ejecución de su padre. Con él murió también el hijo del primo de Sebastián, Tordoya. Al enterarse de la funesta noticia, el hombre, que estaba cazando, torció el cuello de una perdiz que acababa de atrapar y declaró con voz grave que el tiempo de la guerra había llegado. Solidario con su primo, Sebastián juro vengarlo. Los dos hombres se unieron al campo de los pizarristas y dieron batalla contra los partidarios de Almagro el joven en las llanuras de Chupas. La batalla fue sangrienta, y los dos primos resultaron heridos. La suerte sonrió a Sebastián que se repuso y guardo fuerzas para perseguir a caballo al joven Diego, pero Tordoya, a quien el capitán quería como a un hermano, sucumbió a las heridas. Por lejanos y confusos que fueran esos hechos, debieron conmover al pequeño Gómez Suárez, ya que todo niño capta el desconcierto que se apodera de los adultos —en este caso la madre y sus parientes divididos entre la fidelidad a su amo y señor, [Sebastián] Garcilaso de la Vega, y el juramento de fidelidad dado a Paullu Inca. Pues bien, este soberano, aunque entronizado por Pizarro, levantó un ejército de guerreros armados a la antigua con piedras y hondas, para defender la causa del joven mestizo en nombre de una antigua complicidad con el padre, nacida al compartir las vicisitudes sufridas durante la campaña de Chile. La victoria de los pizarristas y la ejecución del joven mestizo en Cuzco cambian las alianzas y desactivan la resistencia de Paullu. El incesante vaivén de los parientes incas, los murmullos, ese sentimiento de incertidumbre, mezclado al miedo a las represalias, que Chimpu Ocllo conservó siempre de la época de Atahualpa, impregnaron esos días de una angustia que no pasó desapercibida en los niños. Más tarde, cuando Garcilaso tomará cierta distancia y evocará estos hechos como historiador, se cuidará de tomar partido abiertamente por una u otra facción. No obstante, se trataba de un episodio mayor que pone en evidencia los conflictos entre sus parientes indios y su padre. Diego es un mestizo, el primero en tomar las armas contra la Corona. Se dice que fue a solicitar la ayuda de los Incas rebeldes de la selva, y que, fortalecido por una profecía que se extendía por todo el país —¿el regreso de Atahualpa?— éste se declaraba listo a continuar la guerra hasta la victoria. Con la ayuda del artillero griego Pierre de Candie, sus partidarios y él pensaban construir cinco barcos equipados con cañones para ir hasta Panamá e impedir a los españoles encaminarse hacia Perú. Notas (1) Garcilaso, Comentarios, IV, 11 y 12. (2) Garcilaso, Comentarios, IV, 12 (3) Estas informaciones se encuentran en el proceso de Leonor Castillo, AGN – México, Inquisición 496. (4) Lima debe su nombre al río Rimac. Al fundar la capital de Perú el día de la Epifanía, Francisco Pizarro le confiere el título de Ciudad de los Reyes [Magos].
acerca del autor
Carmen

Carmen Bernand se graduó en antropología en la Universidad de Buenos Aires en 1964, siendo con otros compañeros estudiantes quienes contribuyeron a crear esta carrera universitaria. En 1960 viajó al Perú y al año siguiente, bajo el nombre de Carmen Muñoz, presenció por primera vez una batalla ritual de piedras en Kanas, Langui (Cuzco). En 1964, empezó en París un doctorado con Claude Lévi-Strauss, tesis defendida en 1970. En 1972, emprendió una tesis de Estado sobre el campesinado indígena de la región de Azogues (Ecuador), trabajo que fue sostenido en 1980. Antropóloga de campo en los Andes (Argentina, Perú y Ecuador) pero también en Mexico, en Texas y en Francia, Carmen Muñoz Bernand tuvo una larga carrera docente en la Universidad de Paris X desde 1967 hasta 2005. Invitada como profesora en España, (Madrid, Sevilla), Italia (La Sapienza, la Orientale de Nápoles), Guatemala, Honduras, Brasil (Belo Horizonte y Porto Alegre), Santiago de Chile y Buenos Aires, participó tambien en múltiples congresos internacionales. Desde 1994 es miembro del Institut Universitaire de France.