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Poesía
2 3 2008
Libro de las transformaciones: la imaginación y lo sagrado en la poesía de Isaac Goldemberg por Juan Carlos Ureña*
En el principio quizá la poesía permanecía suspendida sobre el haz de los abismos, en el silencio nocturno de un viejo huaquero. Pero no era suficiente con pensarla tan inefable y alejada de la existencia. Por eso el viejo de ojos solitarios y descoloridos quiso que la poesía fuera parte de la vida. Así podría encontrar los colores infinitos de sus ojos detrás de unos ojos humanos, en las transformaciones cósmicas y en las palabras imperecederas que viajan a través de emails interplanetarios. Con la publicación de su nuevo poemario, Isaac Goldemberg, poeta peruano residente en Nueva York, ofrece una oportunidad poco común en los ámbitos literarios actuales: disfrutar de un poeta frente a Dios, quien no teme preguntar, afianzar su palabra en el Nombre o dudar sin desistir. En esta ruta de lenguajes transmutados, transmundanos y terrenales a la vez, nace el Libro de las transformaciones. Entre búsquedas e interrogantes metafísicas, el poeta sostiene una verdad como un diminuto guijarro hallado al azar en las ruinas de una ciudad lejana, sea la Judea bíblica, el Perú Inca o en las márgenes del río Hudson, para sumarlo a la oralidad de la memoria y a la imaginación poética de lo sagrado.

El nuevo libro de Goldemberg revela las meditaciones de un poeta que piensa en Dios en tiempos de incredulidad, religiosidades obtusas e ideologías desleídas y mal leídas. Eduardo Espina, en el prólogo lo llama “libro oracular” (11). Lo es: un libro saludablemente oracular, de los que hay pocos. La fe y la estética en Goldemberg han hallado una senda de retorno, “una ruta de la lengua/ para recuperar el camino/ que recorrieron los expulsados” (57). Mas las palabras que brotan de este oráculo no ocultan principios ni promueven dogmas. El oráculo es el hombre mismo que canta preguntas aún cuando no existan respuestas. Para Espina, la poesía de Goldemberg es un “reino sin arrepentimiento que busca otros reinos, rey no” (9-10). El poeta batalla en los campos del lenguaje mientras los reyes mundanos babean las diez palabras, se las restriegan, las violan y las avientan al exilio junto al enemigo amigo: “Héroes desconocidos de hazañas inútiles,/ nada se llevan,/ hombres que ruidosamente se quedan/ en nuestros otros nosotros” (29). En la poesía de Goldemberg, señala Espina, “el yo poético y el yo social coinciden” (11). El poeta hurga en la fe, la afirma, se reafirma y por esa buena cualidad de ser humano, ríe y desconfía; porque es preciso desconfiar de las voces que vuelven libresco todo lo que pronuncian. Entonces escarba en tierra firme para rescatar del pasado nuestra conexión con la tierra: “Sin la firmeza de la tierra,/ el futuro todo lo borra” (31), porque desde siempre fue la tierra el contacto fundamental del humano con lo divino, de la imaginación con lo sagrado.

En el segundo prólogo, Róger Santiváñez comenta que Goldemberg escribe de Dios, la identidad y la historia, pero en un contexto que él llama “galáctico o espacial”. Santiváñez nos dice que el sujeto poético de Goldemberg habla desde un “afuera planetario”. En este sentido, su poesía no pertenece a una geografía política determinada, sino a “un ámbito humano y universal” (18). Se puede decir entonces que en esta poesía se establece una relación entre el hombre y Dios; una comunicación humana con lo universal por medio de la palabra. El lenguaje poético viaja de lo sublime a lo irónico, se torna filosófico, sarcástico y elusivo solamente para revelar la significación de los misterios de la vida en el espacio y el tiempo del poema: “Entonces Dios volvió a reiterarle al humano/ la promesa de la tierra en la fosa” (27). Pero los poemas pueden ser atemporales y su espacio no se limita al papel ni a las formas. El libro resulta ser sólo un medio. La “legibilidad emocional” (cito de nuevo a Espina) le pide al sentimiento, en el instante de la lectura, coexistir con la razón y darle sentido a la Historia y a nuestras historias: “En la desidia de anquilosar el imperio,/ en las ciudades atestadas,/ en las ausencias dulces, un breve hilo nos sostuvo” (29-30). El hilo que sostiene la esperanza se rompe únicamente con la muerte, pero ahí empieza otra historia, por cierto desconocida.

América Latina dejó de tener fronteras. El espacio entre el Río Grande y el Cabo de Hornos se volvió muy limitado a pesar de su extraordinaria extensión. En el Nuevo Mundo se fraguaron tantas gentes y religiones, que pensar en exclusividades es colocarse al borde de los racismos y la xenofobia. ¿Cuántos poetas en Nueva York antes y después de García Lorca? ¿Cuántos poetas americanos antes y después de 1492? ¿Cuántos poetas árabes, judíos y cristianos antes y después de las muwashahas y las jarchas andaluces? Ciertamente no sabemos cuántos. Uno de tantos miles es Isaac Goldemberg. El poeta se arraiga a sus raíces pero nunca permanece detenido. Una particularidad de poeta místico. Algunos poetas son árboles, otros son viento. Goldemberg parece ser un poco de los dos; quizá la semilla que se lleva el viento, es decir, la poesía que siempre lleva consigo al árbol.

En ese devenir encuentra el poeta las palabras que intentan descifrarse en el rostro de Dios. Pero Dios no tiene rostro – o tal vez tenga todos los rostros. El poeta es un buen fotógrafo de rostros y cuál fotógrafo no quisiera captar el rostro de Dios; arrancárselo al planeta o a la Vía Láctea; buscarlo detrás de su propio rostro, donde se concatenan miles de rostros ancestrales: “Esta es tu cara/ la cara de mi cara/ la cara de tu otra cara/ Tu nariz históricamente oblicua/ es de mi otra cara/ de la otra cara de tu cara” (77). Los versos anteriores del poema “Autorretrato II” recogen esa identidad de identidades, algunas veces más hebrea, otras un tanto más peruana: “Del reino de mi niñez surge una presencia:/ mi abuelo. Mi abuelo el huaquero viejo que viene/ de sacar huacos del mundo de abajo, del mundo de arriba” (39).

El poeta sabe que las identidades son la descomposición de la luz en el universo y no la descomposición del universo en la estrecha visión del hombre. Pero para eso se requiere de un elemento que en nuestro medio resulta cursi enunciarlo: el amor. La identidad sin amor implica odio, discriminación, crueldad. Todos somos diferentes y esa es la primera de las grandes maravillas humanas. ¿La identidad se transforma? Sí, pero también se descubre y regenera. El amor, la gran utopía cristiana, cuelga de la Historia como un fruto inalcanzable. Goldemberg mira con respeto este sueño y le habla a su propio corazón: “Todavía no estoy muerto, pero quisiera reposar/ en el hueco más hondo,/ con todos los que nada tienen que ver conmigo./ Comprobar si de verdad se puede amar al desconocido” (65). Solos en la inmensidad del universo creamos a Dios a nuestra imagen y semejanza. Para Goldemberg estas imágenes, estos sueños sagrados tienen un sitio en la esperanza y constituyen la razón de las primeras manifestaciones poéticas de la humanidad: “El Dios que existe/ en todas sus imágenes/ ha de servirnos de algo./ Porque Dios es la idea/ de todos nosotros,/ recemos juntos,/ cada quien con su cada Dios” (45).

Santiváñez apunta que el sujeto poético en Goldemberg se expresa desde una perspectiva astral (18). No obstante el poeta nunca deja de ser el hombre de la tierra, adherido a un umbilicus mundi: “Doy vueltas y vueltas en el vientre materno” […] “El desierto es mi exilio y mi casa./ Una madre que es tiempo, fragmentos de hilo y huesos./ Encuentro, identidad, ritmo./ Por ahí andamos todavía los dos entre las altas dunas” (40). Aún en su vuelo místico, el poeta hunde sus pies en el suelo. No puede impedir que el verso se vuelva sarcástico ante la codicia y la superficialidad. La rapidez de nuestro tiempo virtual también ha acelerado la caída de la inteligencia y el amor se nos ha vuelto un simulacro, una payasada comercial: “Niños y adultos estarán conectados/ a la red celestial del internet” […] “El precio del pasaje estará incluido” […] “Se ofrecerán también servicios de mantenimiento y jardinería” (47). En la era de los templos cibernéticos y los mercados informáticos se pueden vender pólizas de muerte, con tal que se hipotequen los bienes materiales, incluyendo la tierra y los países, que también le pertenecen a Dios: “Ricos y pobres que deseen adquirir/ una propiedad que pueda servir de reposo/ para sus restos mortales o de sus deudos,/ firmarán un contrato en el que se asegurará/ que nadie jamás despojará a Dios de la tierra” (43). El lenguaje de la ironía como recurso poético refuerza el poder sugestivo de la palabra y la presencia del poema en el lector desata retos y significaciones inesperadas.

Poesía religiosa que afirma cimientos, abre las puertas de la vida y mira la muerte – la otra orilla de la vida – tiritando en estrellas extintas. Poesía judía que recoge la Historia del pueblo hebreo marcada en las carnes y las piedras. Poesía humana de las cosas terrestres, de la inocencia perdida y la injusticia resguardada por guardianes bendecidos: “Llueve. Llueve hambre en el plato de sopa./ De la mano del cuchillo, hoy llegó el hambre/ a comer con Dios./ Desde las barrigas llegaban los gritos/ de los guardianes del hambre” (52). En esta enigmática postmodernidad saturada de disparates y ávida de esencias artísticas, el poeta canta una fábula, un par de coplas recogidas de la sabiduría popular para reír y pensar: “En el país de los muertos/ la vida es rey./ Lo saben los que viven/ con la esperanza del muerto./ En el país de los vivos,/ la muerte es rey./ Lo saben los que mueren con la esperanza del vivo (55). Vivir con la fe de los que han muerto y morir con la fe de los que aún viven, más que un juego de palabras, encierra el oxímoron de la existencia, el sentido del amor. Y como en la poesía, no precisa entenderlo todo porque se perdería el secreto de la palabra sagrada.


* Juan Carlos Ureña nació en San José, Costa Rica en 1960. Estudió Pedagogía Musical en la Universidad de Costa Rica y en la Universidad Nacional de Heredia. En 1995 se trasladó a los Estados Unidos donde obtuvo una Maestría en Composición Musical en Stephen F. Austin State University en Texas. Actualmente concluye un Doctorado en Estudios Hispánicos en Texas A&M University. Se destaca como compositor y cantautor. Ha grabado los siguientes álbumes de música y canciones originales: Cantata Centroamericana (1987) junto al actor y dramaturgo Rubén Pagura, Imaginación (1991) con el grupo Oveja Negra, Cuando nadie cree (1993), Hada Luna (1993) con Oveja Negra, Colorín Colorado (1994), un disco de canciones y cuentos para niños, Colores (1999) con su esposa Jeana Paul-Ureña, Amigos verdaderos (1999), su segundo álbum para niños con Jeana Paul-Ureña, Creo (2000) con Jeana Paul-Ureña, De Costa Rica (2003) con Jeana Paul-Ureña. Su música también ha sido incluida en colecciones de música internacional como Costa Rica Sampler (1995), Music from the Coffee Lands (1997) del sello Putumayo World Music, Nueva York, Aromi e Armonie. Musiche dai caffè del mondo (2004) de IGloves, Italia. Ha presentado conferencias sobre poesía en congresos en los Estados Unidos, México y Costa Rica. En la actualidad combina su actividad musical con su trabajo como profesor de español y literatura en Stephen F. Austin State University en Nacogdoches, Texas.

acerca del autor
Isaac

Isaac Goldemberg nació en Chepén, Perú, en 1945. Reside en Nueva York desde 1964. Es autor de trece libros de poesía, tres novelas, dos libros de relatos, tres obras de teatro y una antología de literatura judía latinoamericana. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y publicada en numerosas revistas y antologías de América Latina, Europa y los EE.UU. Ha recibido varios premios y distinciones. En el 2001, su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner fue seleccionada por el National Yiddish Book Center de EE.UU. como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años. Sus publicaciones más recientes son Libro de las transformaciones (2007), Décimas y canciones de fino amor (2007), Tierra de nadie (2006), Los cuerpos y las cuentas (2006), La vida son los ríos (2005), Los Cementerios Reales (2004) y Golpe de gracia (2003). Actualmente, es Profesor Distinguido en Eugenio María de Hostos Community College de la City University of New York, donde también dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura Hostos Review.