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Director: Héctor Loaiza
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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Arte
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Artistas peruanos en París, por Héctor Loaiza

El escultor Alberto Guzmán (Vichayal, 1927), en París desde 1959, utilizó el bronce pulido, el acero soldado y el aluminio en la serie de esculturas Tensiones, para plasmar su preocupación por el estado crítico del mundo en las décadas de los sesenta y los setenta. Adoptó el mármol de Carrara para esculpir una serie de Estelas transparentes, evocaciones estilizadas de monolitos precolombinos. Guzmán se interesó en dar forma al mármol por la posibilidad de obtener la transparencia, como un intento de la integración del espacio en la escultura. No un espacio que envuelva a la obra de arte como un estuche, sino que haya una relación de interpenetración entre ambos. Señalemos su intención de poner al desnudo los defectos internos del mármol, resultado natural de la actividad telúrica del pasado terrestre. Cultiva la mise-en-scène, la escenificación, relacionada con el movimiento e invitando al espectador a participar en ese juego de la obra de arte con la realidad. Un hueco en una escultura esquimal —según el artista— o en una obra de Henri Moore no está fuera de la escultura sino que forma parte de ella. Siempre vio en el mármol las soluciones a un volumen cerrado, a la manera del francés Jean Arp o a la del escultor francés de origen rumano, Constantin Brancusi, como un volumen cerrado que tenía la cualidad de penetrar en el espacio. El crítico francés Patrick-Gilles Persin escribió: «Hoy, sus formas esculpidas adoptan aspectos monolíticos que se juntan a ciertos resurgimientos arqueológicos, parecen ser bloques redondeados con huellas singulares que se abren hacia diversas búsquedas…».

Herman Braun Vega (Lima, 1933) reproduce y amalgama en sus lienzos las escenas clásicas del arte renacentista o del impresionismo con personajes mestizos arrancados de lo cotidiano. El escritor peruano Julio Ramón Ribeiro ha escrito: «A imágenes tomadas de Rembrandt, Ingres, Goya o Manet —entre otros— añade imágenes del mundo contemporáneo, creando así una figuración incongruente, gracias al choque de personajes u objetos de diferentes épocas, lugares y culturas, que perturba la percepción del modelo original y “desvía” su sentido». El diálogo del artista con la historia de su país y la universal desembocó desde el inicio de su trabajo en la exaltación del mestizaje. «La realidad del mundo está presente también —ha escrito el crítico Jean-Luc Chalumeau— con sus contrastes que son a menudo contradicciones insuperables. Braun Vega necesita de lo real más cotidiano, hasta el más político, para acompañar el irrealismo florido que capta en la historia de las formas».

Desde los años setenta, Rodolfo Quiróz (Arequipa, 1942) hizo una búsqueda sobre la mitología de las civilizaciones precolombinas. Muchos de sus lienzos llevan títulos de dioses, diosas y demonios de la costa y de la sierra peruanas. Quiróz ha logrado construir una obra lejos de la figuración, del surrealismo y del arte posmodernista. Es un explorador de su mundo interior para materializar en el lienzo sus visiones cósmicas fulgurantes. ¿Por qué esta perseverancia a una temática cosmológica? Inspirándose en las leyendas oídas en su infancia, llegó a crear un universo pictórico de alternancias luminosas, caracterizado por el enmarañamiento de sus formas difusas, a veces medusas y criaturas fantásticas surgidas de su imaginación desbordante. No hay ninguna referencia a la historia ni a la arqueología en sus transcripciones pigmentadas de sus «viajes iniciáticos», superando fantasmas y fobias. La extraña luz que ilumina sus lienzos evoca otro mundo poblado de sus elementos imaginarios, desbordante de larvas originales, transfigurado por una paleta opulenta, pero sabiamente matizada y controlada. Su obra se caracteriza igualmente por una riqueza cromática y una armonía formal.

En cuanto al pintor Manuel Zapata (Lima, 1928), se ha inspirado al comienzo en los símbolos, colores y temas de las civilizaciones precolombinas de la costa peruana: máscaras, rostros y estatuas de formas geométricas. Sus paisajes estilizados, sobre todo sus marinas, son tratados con vigor y originalidad, aproximándose en algunos lienzos a la escritura ideográfica. Cabe destacar la opulencia cromática y su técnica del empastado que denota su incesante búsqueda de relieve y de textura. Aunque en algún momento se haya querido definir su obra como «neoindigenista», la obra de Zapata va más allá de la apología de la cultura popular, porque asimiló el arte moderno en sus largos años de vida parisina. En su lienzo Pelea de gallos, se muestra un sacrificio ritual a través del cual se derramará sangre, de ahí la presencia del rojo violento, telón de fondo del personaje central vangoghniano (por su apariencia y el empastado) prisionero de la angustia que lo devora. El rojo simboliza el principio de vida, color del fuego. En tanto que el rojo claro, brillante, centrífugo ocupa la parte central del lienzo y corresponde a la naturaleza diurna, al principio macho, que motiva la acción. El mismo personaje está rodeado de otros toques rojizos como cuando el sol irradia su luz con una irreductible potencia. El rojo brillante en el centro está equilibrado por la aparición en los bordes del cuadro de un ocre terroso, sombrío, nocturno, que mantiene un movimiento centrípeto. El cuadro refleja el movimiento envolvente de los gallos alrededor del personaje, víctima del combate que ha escenificado, el cazador que ha caído en su propia trampa. El hombre cautivo de la violencia desencadenada por él, sucumbe al abismo de las pulsiones viscerales.

Atraída por la cultura psicodélica a comienzos de los años setenta, Olga Luna (Lima, 1947) parte del Perú para nutrirse de imágenes, paisajes y rostros de Latinoamérica, de Nepal, de la India, Irak, Irán y Afganistán. En París, comenzó a pintar sus primeros lienzos con trazos rápidos y seguros, inspirados en la comedia, en lo lúdico y en efectos como el trompe-l’oeil. Gilbert Lascault ha precisado: «Una de las obras de Olga Luna (Mal) es un inmenso muro de rostros de tierra roja o de cenizas negras, una pared de caras a la vez preocupadas y angustiadas, un parapeto de almas viajeras». En París, Olga Luna ha continuado realizando rostros de barro, máscaras y ha expuesto varias veces un mural de cien cabezas como un espejo para que cada espectador pueda reconocerse en él. Los rostros no se parecen a nadie. Trabaja paralelamente sobre el tema del Arlequín. El Arlequino de la Commedia dell’arte es el criado de las mil astucias y de facetas tan numerosas como los abigarrados rombos de su librea, el que desempeña todos los papeles, el inventor de situaciones, el hombre de todas las posibilidades.

Respecto a Alberto Quintanilla (Cusco, 1934), el haber nacido en una ciudad histórica, fuente inagotable de mitos, como es Cusco, hizo que desde niño se convirtiera en precoz artesano y más tarde, en artista. En su obra exalta con un estilo expresionista a los legendarios personajes de su infancia, que forman parte de un bestiario personal. La iconografía de sus lienzos está compuesta por seres incendiados en una atmósfera maravillosa. Sus personajes flotan en una dimensión onírica como apariencias brotadas de otros mundos. Se inspira en sueños, imágenes infantiles conservadas en su memoria que, gracias a su paleta, devienen formas fantasmales y obsesiones. La presencia de los perros como personajes centrales de sus lienzos. Otro personaje evocado es el diablo, pintado de manera atrayente, de rojo, con sus cuernos y su cola de fuego. Con estas representaciones diabólicas pretende referirse a la situación de su país como una marmita con sus antagonismos larvados desde hace más de cuatro siglos y que no han sido resueltos todavía. Después de muchos años de residencia parisina, encontró un lenguaje universal para ser comprendido por el público europeo.

El pintor Daniel Yaya (Lima, 1936), que cultiva el geometrismo neoexpresionista, recurre en sus lienzos a una gama de colores sutiles que van del gris al violeta, del rojo al azul, para sugerir escenas de nuestro tiempo, sobre todo la fragmentación de la vida en las urbes. «Dos cuadros, Stress y Soledad — ha comentado Elisabeth Mazodier — reflejan estados de alma. Siempre, personajes solos. El primero es una mujer, todo es curvo y la luz parece prisionera, el segundo es un hombre delante de la ciudad geométrica y compacta...».

El arte de Rómulo Cáceres (Cusco, 1943), ha recurrido en los años ochenta a formas geométricas que brotaban de su memoria, los resabios pictográficos de la civilización inca adquieren en sus lienzos recientes acumulaciones simbólicas con ligeras evocaciones al surrealismo, sin adoptarlo plenamente. En sus nuevas obras aparecen con inusitada armonía figuras femeninas para transmitirnos una sensualidad bastante controlada. Su arte, ordenado y riguroso, se ha decantado hasta sugerirnos formas universales, con una gran policromía y transparencia. En sus formas en apariencia figurativas nada es dejado al azar, todos los elementos han sido meditados y bien construidos. Los diversos planos de sus composiciones son pintados con colores cálidos y agradables que se articulan y se fusionan de una manera monumental.

En la obra de Juan Valladares (Chiclayo, 1946) se observa una amalgama de intuición y espontaneidad, por el vigor de su pincel y la búsqueda incesante de colores apropiados para sugerirnos antiguos mitos presentes en su memoria. Valladares parte de una premisa cultural a través de la forma y el color, sus representaciones se integran en una dimensión alegórica de elementos humanos o animales. Expresan una poética renovada sin cesar, que siempre retorna a los orígenes. En los últimos años, su arte ha evolucionado desde esos temas para indagar nuevas imágenes, y desembocar en una abstracción decantada, lejos de cualquier referencia a lo real. Sus cuadros y grabados actuales reflejan una estética de representaciones en movimiento y una búsqueda de bosquejos estilizados que están más próximos a la caligrafía.

Actitud diferente es la de Carlos Laos Braché (Lima, 1944), en cuya obra aparecen figuras zoomórficas, cristalizaciones etéreas de visiones premonitorias y la mujer, elevada a la condición de diosa o musa. Los lienzos de Laos Braché nos invitan a penetrar en un universo visionario y turbulento. Sus personajes, formas, construcciones, reproducciones se elevan hacia el cielo, como si levitaran. El crítico de arte Gastón Diehl —desaparecido en 1999, que tanto hizo en París por la difusión del arte no solamente peruano, sino latinoamericano— ha interpretado con brillo la obra de Laos Braché: «Con una rara soltura, nos invita a explorar más lejos en este espacio lunario o marino, en este ambiente visionario tan ambiguo e ilimitado, donde ha sabido preservar su parte de humanidad en esta delirante fantasmagoría de armonías y de trazados curvilíneos tan fascinantes».

Margarita Caballero (Huancayo, 1951) vivió varios años en México para estudiar cerámica y fotografía. En París desde 1976, continuó su búsqueda en el dibujo y en la escultura con arcilla, madera, metal y resina. Utiliza estos materiales para captar gestos humanos. Tomando como motivos la cerámica precolombina y la artesanía popular, ha creado personajes de tamaño mediano, voluminosos y cercanos a lo grotesco, exagerados a propósito, para insinuar situaciones en suspenso. «Soportes ligeros pasan a través de sus personajes —ha precisado Nicole Crestou— y los sitúan en un espacio autónomo que no es realista. Mediante un procesamiento gestual de la materia, el uso de colores terrosos, de volúmenes macizos y el inacabado de los detalles, Margarita Caballero sugiere que sus personajes han brotado de la orilla-madre».

Desde el principio de su labor creadora en París, a partir de 1981, Franklin Guillén (Carhuaz, 1949) exploró en su inconsciente buscando temas para sus lienzos, lo que le permitió construir una obra inédita, compuesta de una faz visible, naturalista, donde moran mujeres, hombres, árboles, pájaros, plantas, flores, animales, evocación exaltada del paisaje natal; y de una faz oculta, las efímeras visiones de sus sueños. Sus personajes, mitad hombres, mitad dioses, son alusiones a las fuerzas sobrenaturales, identificadas con las fuerzas naturales, pasando por una representación monumental de lo femenino. Estos últimos años, después de haber experimentado el abstraccionismo, realiza instalaciones, inspirándose en los elementos naturales del paisaje materno y de la poesía de César Vallejo.

Los cuadros abstractos de Marcel Madueño (Lima, 1953), pintados con pastel graso, despiertan en el espectador una impresión de ligereza y gravedad. Sobre todo en su obra Cuando el sol duerme, compuesta por tres superficies, una vertical que sugiere la textura del tronco de un árbol y otra, la vastedad del desierto. Entre estas dos superficies, la tercera aloja una esfera clara, que despide una sensación de paz y crea con su presencia una atmósfera onírica. Con elementos simples, sin recurrir a vanos artificios, el artista alude a leyendas tradicionales y muestra así que su arte ha llegado a la madurez narrativa.

El escultor Fabián Sánchez, que recurre al metal, recuperando máquinas de coser para concretizar los seres fantásticos que pueblan su mundo interior, resultado tal vez de sus observaciones de la variedad humana en la gran ciudad. Merecen también ser citados los artistas Gaufrido Verano, César Escalante, Juliana Zevallos y otros.

Tras el apogeo del arte mexicano en la primera mitad del siglo xx, el prestigio del arte rioplatense (Torres García, Berni, Le Parc, Leo Ferrari, Kuitka y otros), del cubano Lam y el chileno Matta, de los cinéticos venezolanos y argentinos y la fama planetaria de Botero, el siglo xxi permitirá tal vez a la plástica peruana un mayor reconocimiento de los principales mercados de arte.