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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Homenaje
4 7 2009
La ecopoética de Fernando Aínsa, por Antonella Cancellier

La clave del título, desarollada intensamente a lo largo de las composiciones, está anticipada en el texto liminar donde Fernando Aínsa se impone redactando un prólogo en versos libres que se adapta conforme y armónicamente con la obra que va a introducir – estando presentes todos los tópicos dignos y apropiados: el contexto, las intenciones, una captatio benevolentiae (cierto tono autoirónico, cierta modestia), su poética. No falta un pacto de confianza entre el autor y el lector, un “lector amigo”.

Me presento:
tardío aprendiz de hortelano,
falso modesto cocinero,
y otras cosas
que ahora poco importan.
Así recorro feliz mi nueva propiedad
tierras de memoria familiar recuperada
olvidada heredad replantada con esmero.
(No esquivo el dulce sabor de las claudias
ni del higo que pende sobre el bancal vecino)
Esgrimo lápiz y libreta
(de momento el ordenador apagado)
y de una vasta biblioteca recibo apoyo;
pues nadie ignora
que no hay inspiración que valga
sin un verso leído no sé dónde.
Haré del recuento de parte de mi vida
(y sus altibajos variados)
materia del devaneo en que me solazo
tras adivinar el fin posible
en un diagnóstico apelado,
instancia en la que todavía me debato.
Y en eso estamos.

En este pequeño homenaje a Fernando Aínsa quiero seguir el hilo “verde” de su mensaje ecopoético: ya no búsqueda de la utopía, sino aprendizaje fundamental de habitar y vivir poéticamente la tierra.

Aprendizajes tardíos recoge las reflexiones cruciales de su geopoética y es una exploración sobre el terreno más amado por Fernando Aínsa, “el único que […] importe ahora” (“La ley del embudo”, p. 21); y quien lo visitó lo puede comprender. El campo de Teruel, Oliete, hic et nunc: entonces, “[…] era tan sólo/pocos días de vacaciones en invierno o verano/El centro del mundo era otro” (“Nueces, 1”, p. 45); ahora, su campo lo educa lentamente a una nueva mirada, a una nueva audición de las cosas y la mente se adecua progresivamente a la forma de la naturaleza, gana una lucidez que se traduce en una expresión literaria inusual, nueva para él. En el aproximarse a la naturaleza, Aínsa encuentra la esencia de lo poético, y el viático ideal, que se hace actitud, para concebir la relación entre el hombre y el universo. Aquí llega a comprender cómo hay que mirar a la naturaleza y a la vida también, y cómo hay que escribirlas en forma poética.

Una poesía que se expresa en una lengua clara, discursiva, cuyo razonamiento no concede nada a los fáciles juegos, a los halos líricos, a las ambigüedades construidas, a las analogías excesivas, ni a la seducción perversa de las metáforas.

Aprendizajes tardíos no es exactamente un libro sino un cuaderno de 37 poemas de carácter íntimo, coloquial, que con todo no se asocia a una reductora noción de cotidianeidad. Lo que Aprendizajes tardíos propone es una sensación y una reflexión que conduce al hermético territorio de las cosas. Poesía, pues, gnoseológica que acerca a la metafísica; que no excluye la historia ni la identidad; que asume la condición del tiempo y de la contingencia, pero las transfigura y las transciende; que acepta la duda pero también la revelación. Poemas donde ética y estética están fuertemente vinculadas.

Si hay que decir de los ascendientes, por supuesto lo acompañan y le abren el camino Horacio y Virgilio. Pero les debe mucho también a dos mujeres extraordinarias: a la uruguaya Amanda Berenguer (por algunas imágenes resplandecientes) y a la polaca Wislawa Szymborska, Nobel de Literatura de 1996, “la autora de «el silencio de las plantas» / (esa poeta de nombre impronunciable)” ([¿Qué es esto de las raíces?...], p. 80) con que comparte la idea de un diálogo - el con “las enraízadas” - necesario e imposible.

La maravilla delante de los fenómenos de la naturaleza rige todo el poemario: “Pasan los años/y no dejo de extrañarme./Cuando de los árboles caen las hojas/—otoño dorado entre los chopos—/el níspero florece/ y bordonean tenaces las abejas ([Pasan los años…], p 35); o, “Me sorprendió del campo la línea tan bien tendida, /la sombra de las matas alargadas/en ese atardecer del regreso./Era la primera vez que tras la esquiva convalecencia,/algo cansado,/pero con alegría/abría las persianas sobre la huerta” ([De esta patata nueva…], p. 31).

Para escribir líneas también pueden ser el motor las líneas del paisaje, la geometría del espacio.

La cifra que marca el conjunto, desarrollándose con variantes, es el tiempo que de alguna manera le da título al libro, y tema también.

Sentir con la tierra, descubrir su “ritmo secreto” (“Aprendizaje tardío”, p. 34), asimilarse al “orden natural” ([José es dueño…], p. 56) en una simpatía esencial con la naturaleza casi despersonalizándose por el deseo de integración total a “sus secretas leyes” ([¿Qué es esto de las raíces?...], p. 79) es uno de estos aprendizajes tardíos.

Con sutil ambigüedad, Aínsa declina el tiempo, con la melancolía de lo perecedero por una naturaleza cuyo fulgor anuncia la caducidad o bien con la alegría por una naturaleza que justamente por su florecer fugaz, por el límite temporal de su esplendor, hay que disfrutar y gozar.

Algunos ejemplos:

De esta patata nueva
cuyo sencillo sabor degusto
con una chorrada de aceite este mediodía,
como podría hacerlo otro cualquiera,
vi su blanca flor no hace tanto. ([De esta patata nueva…], p. 31);

u otra modalidad:

Frutas a punto de morir
yacen en mi plato.

No hace ni una hora
un cordón las uncía a la clorofila de sus vidas.
Tenían todavía la ambición de ser
la uva, buen mosto y mejor vino
el melocotón, frasco y almíbar
la ciruela, deliciosa compota laxativa.

Todas ellas
—como tantos otros—
perdidas las esperanzas
frustrada su vocación
sin otro destino
terminan siendo devoradas ([Frutas a punto de morir…], p. 33).

Sería interesante, a este propósito, reflexionar sobre el tránsito de naturaleza viva hasta las extremas condiciones de naturaleza muerta. Fernando percibe, como Amanda Berenguer, la frontera de este proceso de sublimación, capta la potencia transformadora y fija el estatuto de un tiempo nuevo: ya no eliminación de la vida, sino nueva condición, porque la metamorfosis es metatropía, conquista de otro estado, de otra forma, de otro lugar, de otro tiempo. Para Fernando, y creo que le proviene directamente de Amanda, la metamorfosis es palingénesis, por lo tanto, restitución de una vida nueva, extrema y extraordinaria experiencia biológica de la naturaleza que se hace gustar. Una plenitud gozosa, pagana que sabe disfrutar de los placeres elementales cuya gama, en Aprendizajes tardíos, comprende las “intensas acelgas de sabor metálico” ([Tras mucho deambular…], p. 19), el “sencillo sabor” de la patata ([De esta patata nueva…], p. 31), “el fuerte acento, /entre amargo y perfumado” de la rúcula ([Como otras tantas cosas…], p. 39), “el olvidado sabor ácido” de la manzana ([No quisiera desmentir su redondez…], p. 40), “el perfume intenso” del ajo (“La sospecha confirmada”, p. 41).

Sabiduría de vida y experiencia de escritura coexisten continua y estrechamente en estos poemas, todos imprescindibles, en los que los hechos recuperados de una marginalidad cotidiana reciben el aura de un detalle que los cristaliza. La verdadera poesía, se sabe, está hecha de cosas de siempre que de pronto se revelan porque Fernando Aínsa no necesita ni la ideología ni la retórica: en él y en su obra habita la poesía de la vida, la única a la que deberíamos darle este nombre.

El tiempo, hemos dicho, es cifra de Aprendizajes tardíos. Pero hay también otra cifra fuerte, muy fuerte, el espacio: el aquí y el allá en que tanto se ha debatido el pensamiento crítico, pero no sólo, de Fernando.

“¿Qué es esto de las raíces?” (pp. 78-80) – se pregunta Aínsa en unas densas páginas, casi como para siglar su propia biografía (que se condensa en proyecciones vegetales, en movílisimas imágenes del tiempo y de su fluir), y como para siglar la imposibilidad de un balance final:

¿Qué es esto de las raíces?
Las tienen ellas, plantas y árboles,
fijados al paisaje desde el primer brote
hasta el rayo que los parte o la hoz que las siega.
¿Por qué debo tenerlas yo,
personaje provisorio de tan diversos escenarios?
[…]

La identidad, que, como sabemos, es el núcleo de toda su obra ensayística y narrativa pasa también a su poesía y, de tal manera, Aínsa proyecta la extranjería incluso en la vida vegetal: “De esta patria no es el eucalipto/que planté en protegido rincón asoleado,/sufre en invierno y apenas remonta en primavera./Año a año se afianza,/ya no tiene la nostalgia de la humedad del aire/tierra donde naciera,/allá en el cono Sur” (“Geórgica”, p. 37). De otras latitudes viene, en cambio, la rúcola. Viene de mi ciudad ([Como tantas otras cosas…], p. 39):

Como tantas otras cosas
la rúcola se aclimata
aunque mantiene un vínculo secreto con su ciudad de origen.

Comprada en un mercado abierto de Padua
un domingo gris del mes de mayo
llegó su semilla en una maleta
y se esparció por el campo.

Fue delicada mata al principio
y necesitó de atención y cuidado.
Hoy
—años después—
es la sabrosa maleza con que se alegran las ensaladas en verano.

Nadie diría que no es de aquí,
si no fuera por el fuerte acento,
entre amargo y perfumado,
con que mantiene tan vivo su origen.

Gea. Del mito, pues nos llega esa tierra simbólica y nutricia de Anteo, a cuyo lema se amparan los poemas de Fernando Aínsa. Tierra que alimenta: al hombre y a su poesía. Tierra, la de Teruel, siempre lista para acoger a sus hijos. Naturaleza madre, nunca madrastra. El poema, muy intenso (pp. 81-83), con que Fernando Aínsa concluye Aprendizajes tardíos y con el que yo quiero terminar, ha de ser leído como un testamento:

Papá está disimulado en mi equipaje.
Viaja con pasaporte español y cédula uruguaya
envueltas en un plástico
y sin otro papeleo:
esos certificados, autorizaciones previas
y partidas de estado civil añejas
que exigían celosos funcionarios municipales,
evitados gracias a su hábil escamoteo entre mi ropa.
[…]
Papá vuelve a su tierra,
recogiendo las redes de su vida como quienes
—empujados, por no decir, forzados—
cruzaron hace décadas el Atlántico.
Allí, frente al río pardo,
—que de plata no tiene ni su brillo—
cumplió un destino
para quedarse luego fijado en un estante entre Unamuno y Mozart
a quienes dedicó su diletante vocación dispersa.
Desempaquetado,
en lo alto de mi biblioteca de libros uruguayos
Papá espera ahora su viaje definitivo
en una urna sellada de cerámica de Teruel.
Un día de estos nos iremos juntos a lo alto del cabezo,
amurallado recinto que domina el pueblo
última morada de nuestros antepasados.
Allí,
al pie del pino donde ya tengo un agujero de un metro cuadrado,
y no hay otro rumor que el silbido entre sus hojas
del aire que lo azota
(¿has escuchado otro árbol que no sea el pino
capaz de darle voz al viento del modo que lo hace?)
lo dejaré con un sentido “hasta luego”,
pues lo tengo decidido
y espero que mi voluntad se cumpla:
cuando me abrace la dama del abismo,
con la que me tuteo y dialogo,
aquí vendré
a descansar,
—a mi vez —
a tu lado.